Viajando lento por el litoral valdiviano
En tiempos en que lo rápido, supersónico e inmediato son las tendencias del siglo XXI, tomarse un tiempo para viajar lentamente, en transporte público, haciendo solo una cosa por día, pareciera fuera de tiempo. Y eso, precisamente, tiene la costa valdiviana: un tiempo propio.
Valdivia, la capital de la región de Los Ríos, ya parece un pequeño mundo aparte del resto de Chile. Con características que le dan una impronta propia, como los varios y caudalosos ríos que surcan y dividen a la urbe, los torreones españoles que aparecen -fantasmagóricos- en algunas esquinas o el mercado fluvial que se ubica frente a la isla Teja y vende peces, mariscos y quesos frescos, entre medio de gritos y una decena de cabezones lobos marinos que se pelean los restos de los pescados ya fileteados, Valdivia da para quedarse.
Y no deja de ser un buen campo-base para salir a
cualquiera de los puntos más destacados de la Ruta del Mar, el conciso y
acertado nombre que tiene la carretera que en una veintena de
kilómetros une a la ciudad con las playas del Pacífico. Aunque las
distancias parecieran demasiado cortas, el factor relativo del tiempo
genera que un viaje se alargue, desvíe o ni siquiera llegue al litoral.
No por sus peligros, sino más bien por sus tentaciones que se
multiplican durante el trayecto.
Hacia Niebla
Por menos de mil pesos se puede abordar un pequeño microbús en pleno centro. La ruta se inicia, realmente, cuando la micro avanza cruzando el puente sobre el río Valdivia. El recorrido hace un breve tour por la Isla Teja, hogar del enorme y arbolado campus de la Universidad Austral que, a su vez, es vecino del sumamente recomendable Jardín Botánico.
Hay motivos para bajarse del vehículo: el Parque Saval y un canopy que atraviesa una laguna; visualizar el ahora prácticamente funcional puente Cau Cau -sí, el mismo que fue famoso mundialmente por ser horrorosamente diseñado y quedando con sus dos brazos apuntando al cielo- o pasearse por las sosegadas calles de grandes casas que esconden a bares como el Bundor o el Growler, con una muestra de cervezas artesanales propias.
Pocos kilómetros más adelante y tras pasar el puente sobre el río Cruces, se ubica la fábrica de cervezas Kunstmann, posiblemente el punto más emblemático de esta bebida alcohólica, en la que se puede comer y beber sin culpas. Luego de ello, un frondoso bosque surge por el costado derecho, mientras que por la mano contraria, el río Valdivia aparece caudaloso y ancho, tan serpenteante como la misma carretera.
Niebla, de dos mil
habitantes y con ese nombre tan poético, es nuestro destino final. La
micro se estaciona junto a la feria costumbrista. Desde afuera se siente
el olor a comida.
De la playa al castillo
Las ganas de comer son tan fuertes como el aroma a curanto, empanadas fritas o pescado que sale de cada puestito que hay en el lugar. Niebla es famosa por su vertiente gastronómica y la feria costumbrista, por menos de cinco mil pesos refrenda toda su gloria. Abierta casi todos los días (algunos lunes que no), ofrece cervezas artesanales también.
El empacho se puede pasar en alguna de las playas que componen el paisaje litoral de Niebla. A una cuadra de distancia desde la feria, está la Playa Grande. Arenas doradas y una marejada constante que ayudan a capear el calor del verano, que en la región de Los Ríos se siente cada año con mayor potencia.
Hay un par de bares -uno con música electrónica- y una insuperable vista de los atardeceres sobre el resto de la geografía del delta del río Valdivia que se alcanza a vislumbrar desde acá. Hacia los cerros se vislumbra la humanidad de este lugar: casas que salpican con sus colores a los verdes montes. El pueblito, en sí, tiene ese ritmo lento y sencillo que impide que la locura de las ciudades (y sus habitantes) se cuele. Al revés, contagia. Y en ello el viaje se vuelve pausado y pierde esa ambición de querer conocerlo todo en 24 horas.
Niebla posee una notable variedad de lugares para dormir y acampar. Es un lugar democrático en que, durante los veranos, se ven mochileros o familias en costosos 4×4. Un pueblo en que se puede comprar kuchenes y pasteles caseros, en plena plaza, por 500 pesos, antecediendo de esta dulce forma a uno de los puntos más representativos del pueblo: el Castillo de Niebla.
El ahora Museo de Sitio, con entrada gratuita, comenzó a ser construido en mitad del siglo XVII y finalizó en 1810.. Enormes muros de piedra, un faro centenario y la Casa del Castellano, con exhibición museográfica, componen mayoritariamente este punto que fue parte de una detallada estrategia de defensa que impulsó la corona española cuando Chile era parte de sus territorios. Una serie de 17 fuertes distribuidos desde esta latitud y hasta Ancud custodiaron el continente de los avances holandeses, corsarios y luego de la flota de navíos chilena que tomaron cuenta del lugar en 1820.
Catorce
cañones apuntando hacia Corral, en la ribera opuesta de la bahía,
permanecen como memorias de esos tiempos. Una serie de pasarelas de
metal se transforman en las veredas que se usan para transitar por todo
este Monumento Nacional (1991), y regalan una serie de miradores en que
se puede ver muchísimo mejor el paisaje de ríos y mar que detenta el
delta. Da para quedarse indefinidamente en medio de una melancolía que
pareciera atemporal. La quietud del Pacífico hace más difícil pensar que
hace menos de medio siglo, en 1960, un enorme tsunami con olas de 12
metros arrasó con todo lo que encontró a su paso luego del terremoto más
violento registrado en el mundo en la era moderna.
Mancera y Corral
A tres kilómetros de distancia, fácilmente caminables entre cuestas y carretera, se llega al muelle de Niebla. Pequeñas embarcaciones esperan clientes -turistas o locales- que cruzan hacia la isla de Mancera, ubicada en el medio del río Valdivia. La «Nubeluz» cobra dos mil pesos por la travesía. Treinta minutos después aparece el puertito de Mancera, aún mucho más tranquilo que Niebla, y con algunos pequeños kioscos que ofrecen comida a los recién llegados. Una breve caminata de 10 minutos separa a la costa insular de su propio tesoro patrimonial: el Castillo de San Pedro de Alcántara. Con una pequeña y bella iglesia que confronta a esta construcción española de 1645, cuenta con una panorámica completa de la desembocadura y un enorme y único árbol que da sombra y pausa al paseo por el lugar mientras se siente el canto de las bandurrias. La entrada es de 700 pesos.
De vuelta al puerto hay que tener un poco de paciencia para seguir navegando. Cada tanto llegan buques de turismo que zarpan desde Valdivia haciendo la travesía de Mancera-Corral.
Por mil pesos y una breve conversación pidiendo permiso al capitán del navío, llegamos a la absolutamente melancólica localidad de Corral. Centenas de botes pintados de amarillo orlan su bahía, mientras enormes buques cargueros de quién sabe dónde, descansan en la zona más oriental de la misma. Las casas pueblan los cerros adyacentes y unos torreones se alcanzan a divisar con facilidad. Es el Castillo San Sebastián de la Cruz (1678), el más vivo de todos los monumentos nacionales de la región.
Cada atardecer los amurallados y vetustos muros de la fortificación, vuelven a tener vida. «¿A quién le toca morir hoy?», dice un adolescente ataviado como soldado patriota independentista. El joven representará a un batallón de chilenos que luchará contra los españoles o realistas, rememorando la batalla sucedida en febrero de 1820 cuando los soldados nacionales, a cargo de Lord Cochrane, vencieron en este enclave a los europeos.
En una explanada se sucede la reyerta. Hay golpes -algunos demasiado reales-, muertos sin sangre y banderas que se sacuden. Los turistas graban-fotografían todo. De plato final, los militares de ambos bandos se inmortalizan con los visitantes en poses casi de cacería. Es bello y, a la vez, perturbador. Este espectáculo se repite tres veces al día en temporada estival.
En las afueras, y casi al frente del sector del muelle de pasajeros, están los puestos de comida local. Una vez más: empanadas de mariscos, cordero asado, pescados fritos y cervezas artesanales se venden a precios módicos. Para bajar el patache recomendamos una caminata hasta la rampa de la barcaza que une a Corral y Niebla. Ideal al atardecer, este enorme ferry traslada vehículos a motor, ciclo-turistas y peatones a través de las mansas aguas de la bahía.
Atrás queda el encanto porteño de Corral. Atrás también, las batallas de otros tiempos. Hay mucho más por ver. Hacia el norte el Parque Oncol, con su reservorio de bosque valdiviano; desde Corral hacia Chaihuin y la Reserva Costera Valdiviana. Todo para hacerlo lentamente.