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Tres gotas de sangre en el piso

Mi nariz había explotado el día lunes y justo frente a mis compañeros trabajo.  Con dos de ellos había carreteado al terminar la jornada laboral de la semana y no había parado hasta el domingo a las 11 de la mañana en que mis piernas se empezaron a olvidar de mi o yo de ellas.

Todo comenzó el viernes.  Después del horario de trabajo en la oficina se había decidido agasajar a los dueños de la marca que visitaban nuestras instalaciones.

Sí, las fiestas de trabajo no son el mejor lugar para comenzar el carrete pero mi idea era aprovechar ese evento, hacer la previa,  tomar unas chelas y ponerme a tono para la fiesta y la pastilla que me tomaría esa noche.

La actividad en la oficina comenzó a eso de las 5 de la tarde y para las nueve de la noche, mi jefe con sus socios ya medios copeteados insistían en que querían continuar.  Se les notaba animosos a pesar del copete que tenían en el cuerpo, como si esa energía estuviera relacionada con sus continuas idas al baño.

Yo con un par de compañeros queríamos tomarnos las chelas que quedaban y partir. Nunca estuvo en los planes carretear con los jefes. A lo más matar la de pisco que quedaba y abandonar el buque.

Sin embargo, Luis habló de más. Comenzó a decir que había una fiesta electrónica en Bellavista y que podíamos rematar en algún after por Providencia. Por un minuto pensé que la invitación sería tomada como una cortesía y que los jefes no iban a prender con la idea. Pero me equivoqué.

A eso de las 11 de la noche y ya con los jefes convencidos de ir a la fiesta, decidimos irnos de la oficina que a esa altura estaba llena de latas y botellas vacías. Luis pidió un Uber y decidimos que los jefes se fueran en otro.

En el auto, Luis nos confiesa que antes de irnos de la oficina les había pasado “dos pastis” a los jefes para que se prendieran y disfrutaran del carrete que se venía.  Sentí un poco de vértigo con solo pensar en que uno de los jefes, que tenía más de 60 años, terminaran desmayado en el piso de la disco.

Adentro del local la música retumbaba y yo lentamente sucumbía a los efectos de la pastilla. A los diez minutos estaba eufórico y sentía que la felicidad se apoderaba de mí. Mientras bailaba miraba a lo lejos como mis jefes, los más viejos del local, se quedaban al final tomando chelas y llevando el ritmo con su cabeza.  En ese instante sentí como me tomaban de la mano. Miré y era una chica que estaba al lado mío. Me sonrió y siguió bailando. Me aferré a su mano y por un instante sentí que nos conocíamos desde hace siglos y que durante siglos no nos íbamos a separar.

Se acercó a mi cara y me dijo que la acompaña a fumar. La verdad es que lo que hicimos fue jalar un polvo rosado o TUSI como dijo ella. Sentí el golpe de inmediato al inhalarlo y el sonido se fue haciendo cada vez más lejano. Volví a la pista y Luis trataba de sostener a uno de los jefes. El otro ya había partido cuando se dio cuenta la cantidad de llamadas perdidas que tenía.  Le ayudé como pude a Luis a sostener al jefe y salimos de la fiesta para buscarle un taxi. El jefe algo balbuceaba y me pedía que metiera mi mano a su chaqueta. Pensé que quería tener sus llaves a mano o  su billetera pero me encontré con una gran roca de cocaína guardada en una bolsa de ziploc. Lo miré sorprendido y mi jefe me miró y me dijo: háganse cagar, yo invito.

Ha sido de las pocas veces que le he hecho caso a mi jefe y así fue como el viernes dio paso al sábado y el domingo al lunes que comenzó con esas tres gotas de sangre en el piso. A mi jefe lo volví a ver en la oficina pero del tema y la roca nadie nunca habló.

 

Ilustración: Marcelo Escobar