Pequeños ejércitos locos: historias del ska chileno
A propósito de los treinta años de Santiago Rebelde, nos adentramos en un género de larga data en nuestro país para conocer algunos de sus personajes e hitos, así como sus inesperadamente profundas raíces, que se remontan incluso al tiempo de la Nueva Ola.
Hay tanta épica detrás del ska en Chile. La épica que viene de la precariedad, de no tener los recursos necesarios para hacer algo, pero sí el deseo ferviente de seguir adelante. En nuestro país, donde nada es fácil si se trata de hacer arte, las bandas de ska no tenían de dónde conseguir bronces. «Los únicos eran los milicos o los de La Tirana», comenta Corzario, patriarca local del género a la cabeza de los históricos Santiago Rebelde, un grupo que suplía con teclados el rol de los ausentes vientos. Recién a mediados de los noventa se volvieron más comunes los bronces, gracias a iniciativas como la Banda Instrumental y de Guerra del colegio Don Orione de Cerrillos, de donde han salido integrantes de distintas bandas del circuito nacional.
Desde su arribo a nuestro país, el ska ha tenido que peleársela a las carencias. No solamente materiales, como las que encaró Corzario al armar, con mucha conciencia de escena, los primeros encuentros del estilo en Santiago, sino también culturales. Recordemos que el ska se desarrolla en Chile al mismo tiempo que el retorno a la democracia, o sea, que tuvo que lidiar con todos los traumas que dejó la dictadura en nuestras mentes y corazones.
En este breve recorrido, dos tótems del
género, el mentado Corzario y Cristóbal González de Santo Barrio, se
abren la tapa de los sesos para dejarnos escarbar en su memoria de
testigos privilegiados y activos partícipes en el desarrollo del ska en
Chile. Uno estaba a la cabeza del grupo fundador del circuito y el otro
formaba parte del más popular. Trabajaron juntos y en más de una ocasión
también rivalizaron, aunque ahora todo es agua bajo el río. Además,
revisamos una apasionante investigación sobre la historia del ska en
Chile, que permanece inédita.
Corzario, el sobreviviente
Antes de convertirse en Corzario, la figura esencial del ska en Chile tanto al frente de los pioneros Santiago Rebelde como desde la vereda de la gestión, Carlos Bañados era un punk adolescente sumergido en el underground santiaguino de los ochenta. «En ese tiempo había más actividad que ahora», asegura, evocando lugares como El Trolley y el Garage Matucana, albergues de la resistencia cultural de la época, desde Fiskales Ad-Hok hasta Las Yeguas del Apocalipsis. «Teníamos un enemigo común: los pacos culiaos y Pinochet. El under era entero parado. Hacíamos caminatas alucinantes para llegar a los conciertos y siempre estaba lleno, todos eran amigos. De ahí que conozco a los punks que después se hicieron conocidos y a los que quedaron en el camino también. Había comunidad. Nunca faltaban las peleas, pero no eran entre nosotros. Eran con los culiaos que nos hueviaban porque nos veíamos raros».
Corzario andaba rapado al cero, con pantalones negros, botas altas, cadenas y abrigo. «Tú salíai a la calle y te ibai preso por puro andar así», comenta. Sin haber cumplido la mayoría de edad, ya acumulaba varias jornadas de under en el cuerpo, visitando poblaciones, centros sociales y actividades para participar de actividades, muchas veces organizadas por «partidos políticos que hacían cosas pa’ los jóvenes, pa’ tenernos con pilas». Sus primeros acercamientos al ska fueron a través de The Specials, Kortatu y Los Fabulosos Cadillacs. «Acá en Santiago el ska entró a pata pelada entre los punks, fue aceptado al tiro porque es fiesta y a quién no le gusta la fiesta. Los hueones se volvían locos saltando. El ska es lo máximo», asegura con entusiasmo, dirigiendo su mirada a los afiches pegados en su sala de ensayo. Un muro que cuenta una historia escrita con su sangre en vez de tinta.
En 1989 cobra vida Santiago Rebelde, la gran quijotada de Corzario, una banda que, a pesar de mantenerse en la periferia, lejos de los focos, es una de las más importantes no solo del ska, sino del rock chileno en su conjunto. Ad portas de un nuevo y heroico aniversario, el carismático vocalista admite haber perdido la fe en el país, aunque sus convicciones musicales siguen en pie: «Desde hace mucho tiempo que me importa un reverendo pico el país, me importa un pico toda la hueá, pero el ska lo amo con todo mi corazón, es un desahogo, una forma de respirar sin que los demás intervengan. El ska es alegre, tan alegre que puede gritarle a un hueón en su cara que vale callampa y hace que suene chistoso, no es hiriente, tiene una especie de dulzura. El ska puede conquistar, te abre puertas, es entretenido, puede tener tanto letras de amor como letras políticamente incorrectas. Para mí fue una liberación porque en el punk yo me pasé seis años odiando a todo el mundo».
A través de hitos discográficos como su legendario primer demo Víctimas del terror (1990) o el álbum Mi nombre es vicio (1996) -acaso su obra definitiva?, Santiago Rebelde le dio cara con valentía a un entorno poco amistoso para la creación, sobre todo la de disidentes como ellos. La tarea nunca fue simple, confiesa Corzario: «Siempre he tratado de hacer las cosas en serio, pero Chile no es un país muy serio que digamos, ni es muy buena onda culturalmente. Tienes que pagarle a los locales para poder tocar y los sellos que ofrecen editarte se niegan a pagar regalías. No se apoya a los músicos, no se apoya a los artistas, no se apoya nada. Es un país de hueones incultos en el que los poderosos han dormido a la gente. A los jóvenes les enseñan puras hueás en los colegios, a sobrevivir y ser esclavos de otros hueones. Nadie les da herramientas para moverse de verdad en este mundo».
A fines de los noventa, Corzario se convertiría, además, en el principal articulador de la escena ska santiaguina organizando festivales dedicados exclusivamente al género, como los muy recordados Unión, respeto y ska, eventos vitales para el desarrollo del circuito. Santo Barrio, Sandino Rockers, Rojo Vivo, Los Revolucionarios y Los Koko están entre las numerosas bandas que cita como parte del cartel de esos eventos, que debutaron en el Taller Sol para luego pasar a recintos cada vez más grandes. Y que se hacían desde la más ferviente pasión y el más pleno desinterés: «éramos jóvenes todos, bien positivos, nadie buscaba ningún tipo de ganancia, todos iban gratis. Después llegó un momento, en el 2000, en el que había hartos cabros con terno, las cabras andaban bien skalíticas, estaba lleno. El ska pudo haber tirado para arriba. Los festivales funcionaron perfecto, shows para mil personas, hicimos varios en distintos locales, trajimos bandas de Perú, de Argentina, se llenaba».
El camino era pedregoso, sin embargo. Entre los obstáculos que debió sortear estaban, de partida, los apáticos de siempre: «Teníamos el típico atao de los punkis que dicen que son pobres, que no tienen dinero para comprar la entrada, aunque las entradas costaran luca y media o dos lucas. Ellos querían precios especiales, entrar diez hueones por luca, pero afuera se bajaban una botella de pisco y tres cajas de vino, fumaban marihuana y cigarros. Al de la boti no le pedían descuentos, pero a nosotros sí». A Corzario incluso lo trataron de facho por hacer valer su trabajo y el de sus colegas músicos. Al final, terminó aburriéndose: «Me apesté de esos punkis culiaos y de todos los hueones que se negaban a apoyar un movimiento. Me apesté de tratar que las hueás funcionaran en un país donde nadie quiere que las hueás funcionen, donde prefieren pagarle a un hueón extranjero que apoyar lo nacional».
Su actual desapego hacia Chile es una secuela de aquellos tiempos, como también lo fue su decisión de partir un tiempo a España: «Me aburrí de tanto conchesumadre cegado en este país culiao donde no hay oportunidades, donde no hay amor ni libertad, donde te juzgan sin conocerte y te dicen que no antes de que hagas algo. Me aburrí de la banda también, de los hueones barsas pendientes de la repartición de las lucas siendo que todo en Santiago Rebelde, desde la publicación del material hasta las salas de ensayo, lo he pagado yo tatuando. Pero no me aburrí del ska, me aburrí de la gente que no entiende que el ska es un sentimiento, una música que provoca ganas de pasarlo bien, de conversar hueás entretenidas, de estar con una mina. No es para pegarle al que tienes al lado ni tampoco es para desquitarse».
«El ska es una forma de vida», afirma con total convicción. Ante la solicitud de describir esa forma de vida, Corzario no se enreda en discursos ideológicos, sino que va a lo cotidiano, a lo medular: «El ska es levantarse temprano, tomarse un tecito sano, fumarse un cuete, vivir la vida, disfrutar, crear, escuchar música, pasarlo bien con los amigos, tirar buena onda, ser abierto y sincero, fumarse otro caño, cagarse de la risa, olvidarse de la política, de la religión. El futuro es incierto, no existe, pero si se crea un buen presente, puede haber algo entretenido en el futuro, cachái. A este mundo vinimos a pasarlo bien, no importa nada más que pasarlo bien. Cuando lo pasas bien, todas las cosas a tu alrededor van a estar de puta madre».
Por más
livianas que parezcan las palabras de Corzario pesan más que un yunque,
porque sintetizan la mentalidad que lo tiene, a pesar de todo y de
todos, remando contra la corriente en pleno 2019, con un EP de cinco
temas que se estrenó el 17 de agosto. Las pellejerías que ha sobrevivido
el líder de Santiago Rebelde van desde verse obligado a pausar su
carrera musical por culpa del servicio militar obligatorio hasta
«negociar» a combos la recuperación del nombre de la banda con el
productor avivado que lo registró como suyo. Ni siquiera lo desanima la
aparente pérdida de fuerza de la escena: «Desde que volví, veo menos
gente. Hubo un tiempo en que todo estaba súper ska, entre el 2003 y el
2004, pero filo. El ska nunca ha llegado a ningún lado tan masivo en
ninguna parte. Los Specials o Skatalites no son bandas que suenen en las
radios. Es música superalegre, pero no le conviene a los de arriba
porque dice la verdad, es superhonesta. La mayoría de las bandas tienen
letras con las que puedes abrirles los ojos a las personas cantándoles
alegremente. Por eso vamos a hacer un cumpleaños skalítico a todo ritmo.
Vamos a dejar la cagá y romper todo», se ríe.
Cristóbal González, el historiador
Batero y rimador de Santo Barrio, una banda que fundó en 1995 junto al recordado cantante César Farah, y que fue el nombre más difundido en la historia del ska chileno, Cristóbal González dejó su rol más visible a comienzos de esta década para dedicarse al trabajo musical tras bambalinas como manager de Santo Barrio y asesor de Mauricio Redolés, entre otros roles. Descubrir la música en sus años formativos, muchos de ellos transcurridos en Venezuela, lo convirtió en la clase de fanático activo y motivado que deja una huella donde sea que fije su interés. De ese mismo impulso vive hoy, una energía que también derrama en forma de palabras: Cristóbal es un ávido redactor con libros sobre Santaferia y Santo Barrio a su haber, así como una investigación inédita sobre el ska en Chile.
Generoso con sus conocimientos, Cristóbal recibe a Cáñamo en su living, entre libros (entre ellos los de César Farah, con el que post Santo Barrio integró el grupo Gandjarvas) y vinilos, y con la mesa llena de afiches como los del primer concierto de Los Pericos en Venezuela o el de una tocata por los presos políticos en 1996 encabezada por Fiskales Ad-Hok, con un cartel que también incluía a Sandino Rockers, otro nombre fundamental de la escena noventera de ska, muy destacado por su conciencia social. «Ellos eran como los Clash, increíbles», comenta Cristóbal. «Ellos tenían una postura política desarrollada, una visión potente acerca de la transición que estábamos viviendo, acerca del trabajo autogestionado, los derechos humanos y los pueblos originarios. Incluso se negaron a firmar por Alerce».
Entre fines de los ochenta y comienzos de los noventa, la situación obligaba a tomar partido, apunta: «Hubo un momento en que Latinoamérica prácticamente entera vivía mucha convulsión social, posdictaduras o dictaduras, Sendero Luminoso en Perú, narcotráfico en Colombia, etcétera. De ahí viene la escena latina que venía con los sabores de la new wave, del pospunk y del ska para narrar el agobio de la época, el no future que se sentía, porque había que hacer algo con todo eso en términos artísticos. Y aunque no se supo mucho, nuestros under dialogaron, los de casi todos los países, algunos más, otros menos».
Su droga de entrada al ska fueron Los Prisioneros, que apelaban a su estética en algunos de sus clásicos como «Sexo» o «Por qué no se van». Eventualmente, junto a Santo Barrio terminaría abrazando la fe panamericana. Su disco Tumbao Rebelde, publicado por la multinacional Warner en 1997, cuenta con la colaboración de los mexicanos Café Tacuba, con los que entablarían una relación de mutuo respeto y camaradería. Enamorado de los Cadillacs, Mano Negra y Madness, Cristóbal venía hace tiempo conectándose al mundo a través del ska, participando en fanzines, grabando videos, pasando de público a artista sin dejar atrás su entusiasmo de púber hacia la música. Ese espíritu melómano y gregario lo llevó incluso a ser amigo de su propio ídolo, Manu Chao, con el que Santo Barrio compartió una memorable sesión en La Batuta durante la cima de la popularidad del grupo.
De aquel período guarda recuerdos que, si bien no están tan lejos en el tiempo, se ven distantes bajo una perspectiva actual. Se acuerda, por ejemplo, de cuando a Santo Barrio algunos compañeros de escena los trataban de vendidos por tener éxito. Todo a causa de la rancia moral que imperaba en la época, una versión malentendida del punk y llevada a extremos ridículos: «Eran ideas, de partida, autodestructivas. Segundo, territoriales, de quién es el más cuico y quién es el más pobre según de dónde venga. Tercero, era machista, homófobica. Aparte, pandillesca, y le hacía culto a la precariedad. No entendían de qué se trataba la hueá. Los que tuvimos la oportunidad de viajar y ver cómo eran las cosas afuera, nos dimos cuenta de que no era así y de que había que perfilar la escena de otra manera».
Cuando mira lo hecho desde 1989 hasta ahora, considerando la fundación de Santiago Rebelde como el puntapié inicial de la historia, distingue tres olas del género en nuestro país. En la primera figuran como principales integrantes los pioneros Santiago Rebelde, sus Santo Barrio, Sandino Rockers, Los Revolucionarios y Los Koko. Luego habría una escena intermedia, apadrinada por Santiago Rebelde en los festivales Unión, respeto y ska, en la que se incluyen Supradosis, Skalavera, Baskatumbao, La Ford Feriana y 4 vueltas. La calidad de intermedia, explica, se debe a que «si bien había mucha nobleza y compromiso, no todas esas bandas se desarrollaron tanto profesional y comercialmente». Finalmente estaría la segunda ola, con Drakos, Sonora de Llegar, Santiago Downbeat, Manifiesto Ska Jazz y Betania López, con exponentes aún activos y otros disueltos. Desde luego, aclara, no son todos los que han pasado por las tarimas cultivando el ska, sino solamente algunas firmas representativas dentro de un circuito al que, en su diagnóstico, le queda mucha pila.
El año 2011, Cristóbal junto a Francisco Padilla de Drakos, una banda a la que el ex Santo Barrio apadrinó y produjo, organizaron en Matucana100 el festival Un paso adelante: la historia del ska en Chile, titulado en honor al clásico skalítico «One step beyond» de Madness y con un cartel multigeneracional nutrido por la primera y la segunda camada del género. El evento fue un éxito, aunque no ha vuelto a repetirse. «A lo mejor voy a tener que ser yo el que haga algo así de nuevo», desliza mientras explica la importancia de trabajar colectivamente. «Las bandas acá no tienen suficiente fuerza para llenar por sí solas, no es como la escena de la cumbia, ponte tú, el ska es más under. Pero si juntas a cuatro o cinco bandas, puedes asumir desafíos grandes en cuanto a espacios. Cada banda lleva a su público y se potencia, tú ganas de mi público y yo gano del tuyo, y es bueno como ejercicio, generamos registros. Al movimiento le falta una gestión más potente, articularse. También hay que tener en cuenta que el ska es un movimiento de culto, un poco como el jazz. Es un género que no tuvo la masividad del reggae, pese a tener bandas muy populares como los Cadillacs».
Sincero, admite que tuvo que cometer errores para aprender el valor de la unión: «Hubo una implosión en la primera escena del ska entre los tres grupos más fuertes, Santiago Rebelde, Sandino Rockers y nosotros como Santo Barrio. Para Corzario, el impacto de Santo Barrio fue algo medio fuerte y negativo, semana tras semana nos llegaban comentarios de que tiraba palos en sus shows. Nos dolió, pero lo entendimos y tomamos distancia. Los Sandino, por su lado, se metieron en el rollo político todavía más heavy, así que hubo una separación natural, pero medio ahueoná porque, en el fondo, lo que deberíamos haber hecho era seguir juntándonos para potenciarnos entre nosotros y potenciar a los que venían. El ego nos comió a todos». Hoy, maduro y templado, es cándido al reconocer su inmadurez y la de todos los implicados: «Corzario se creía el más rudeboy, nosotros los más famosos y Sandino los más políticos (se ríe). Nos faltó cachar que las diferencias enriquecen los movimientos y que, si hubiésemos seguido haciendo encuentros, aunque fuese una vez al año, nadie se hubiese hecho más pobre ni más rico y nos hubiésemos reforzado e integrado a más bandas. Lamentablemente no fue así. Uno no nace sabiéndoselas todas».
Tras
aprender de sus errores, ahora tiene claro el camino a seguir: «Las
bandas están y el público está, lo que pasa es que las bandas están muy
dispersas, cada una hace lo suyo. Santiago Rebelde posee un capital que
tiene que ver con la credibilidad, el respeto. Eso hay que hacerlo
florecer mediática y comercialmente, falta una gestión de
comunicaciones, ellos se la merecen, igual que el resto de la escena. Es
medio trágico que el último encuentro haya sido el 2011 y que nadie
haya tenido la iniciativa de reunir a los antiguos con los nuevos. Es
necesario unificar la escena. Por ahora los conciertos son para poquita
gente, pero si nos juntamos y trabajamos en conjunto, se puede crecer y
mejorar».
El libro del ska
Luego de publicar Tumbao rebelde: el rock mestizo de Santo Barrio, el fundador y exintegrante del recordado grupo, Cristóbal González, comenzó a investigar la historia del ska en Chile y a estas alturas ya tiene lista la obra gruesa de un libro que compendia el saber acumulado en torno al género en todos estos años. Cáñamo tuvo acceso al trabajo de González, una recopilación de artículos, columnas, reseñas y textos variopintos que giran alrededor del ska hecho en nuestro país, algunos escritos por él y otros firmados por otros entusiastas, como Nicolás Hermosilla, un difusor clave a nivel local en medios como los fanzines Reskate o Revuelta Skinhead, así como el sitio web El Rincón del Rudeboy.
Hermosilla firma una nota llamada «Las mujeres: precursoras del ska en Chile», donde cuenta que La Nueva Ola en los sesenta no fue inmune a los encantos de Jamaica, y que una de sus más notorias cantantes, Nadia Milton, interpretaba en español los éxitos de la isleña Millie, haciendo que las originales «My boy lollypop» y «My sweet William» se convirtieran en «Mi amor lollipop» y «Guillermo». Asimismo, el trío de sanbernardinas Las Monedas grabó una versión de «Shanty Town» de Desmond Dekker bajo el título de «Buena suerte». Como menciona también González en el libro, incluso había algo de ska en «La gotita» de Gloria Benavides, homenajeada décadas después por los hermanos Neira, Quique y Talulah.
Una vez establecido el aterrizaje del ska en Chile, con la formación de Santiago Rebelde hace treinta años, la historia empieza a llenarse de personajes y anécdotas cada vez más sabrosas. Hay épica repartida a destajo. «El 2002 nos fuimos de viaje por el sur de Chile. A la gira la bautizamos como Tierras de fuego y la hicimos a puro ñeque con mis hermanos; a puros sueños le echamos pa’ delante, y con el corazón gigante nos aventuramos por la carretera», cuentan Sandino Rockers, esenciales del ska en los noventa. Se refieren específicamente a una gira que hicieron por la Patagonia arriba de una micro, una clásica Marcopolo del 78 con un motor de 1982 que apañó hasta el final a los autores de «El pequeño ejército loco».
Leyendo la investigación nos llevamos sorpresas, como enterarnos de la carrera política de Cristián Orellana, uno de los miembros de Los Revolucionarios y de Monkey Man, que fue candidato a concejal por Maipú. Los Revolucionarios, por cierto, son los autores de uno de los hits radiales del ska chileno: «Póngale parafina a ese farol», un tema con Pogo de Los Peores de Chile como invitado que fue un éxito a fines de los noventa, una pizca de visibilidad para un proyecto que, si bien no se consolidó como banda de inmediato, fue testigo de los inicios del género en Chile. De hecho, cuando Corzario conoció a Cristóbal González y lo invitó al primer recital ska en el Taller Sol, el año 1995, una de las cosas que escucharon, aparte de Santiago Rebelde, fue un demo de Los Revolucionarios.
Si algo dejan claro las páginas del inédito libro es que el ska siempre es el impulso de un colectivo y no tiene nada de solitario. Su fuerza se debe a la unión de cabezas y voluntades, de entusiasmos y talentos. Por lo mismo, esconde una faceta antisistémica, un llamado a congregarse justo cuando todo está armado para que nos mantengamos cada uno en su isla, engañados por la ilusión de comunidad que generan las redes sociales. Será por siempre, entonces, un grito contra el orden establecido y un llamado a mantenernos juntos aupándonos los unos a los otros. Exactamente lo que no quieren los de arriba.