Nuez de areca, betel y la estatura de los espíritus
Entre la comunidad kayan, en la frontera tailandesa con Birmania, el consumo de la nuez de areca y las hojas de betel es prioridad de las mujeres mayores y los hombres. Es parte de un ritual cotidiano que activa la vida y recupera a los espíritus caídos en un entorno de anillos, quietud y silencio amable.
Dos panales de abejas colgando en cada puerta. Secos. Deshabitados. La cuestión está en los agujeros, que espantan a los espíritus del dolor. Ma Pang cuenta y cumple con lo que le contaron sus abuelos en Birmania. Para ella y los demás allí en la aldea, a los dioses que enferman, roban gallinas o echan a perder la comida, no les gusta eso de andar contando agujeros; se marean, se confunden. Y puesto que para entrar en las casas dicen que deben contarlos, desisten. Así se ahuyenta a los malos espíritus entre los kayan y así lo hacen en Huay Pu Keng, una comunidad de poco más de veinte familias en el distrito de Mae Hong Song, en el norte de Tailandia, a pocos pasos de selva de una frontera intransitable en el oeste del país.
Los kayan son a su vez un subgrupo de los karen de ascendencia tibetana, y Ma Pang es una de las miles de refugiadas que subsisten sin ciudadanía en el que fuera el reino de Siam. Ella y su madre llegaron a pie desde Birmania cruzando ríos y montañas, escapando de la violencia y los ataques sistemáticos de los soldados durante la dictadura. A su padre lo mataron antes de cruzar. Es una mujer de hablar lento, pasa largos ratos en silencio con la mirada suspendida, vagando entre memorias de lo que pasó pero atenta al pragmático vaivén cotidiano de la aldea. Sentada en el balcón de madera de su casa en altura, comenta el clima con una vecina, bromea con los niños que pasan y vuelve al ensimismamiento con naturalidad mientras bebe un té de flores azules.
Huay Pu Keng es pueblo de una sola
calle; hay una vía central y una docena de callejones peatonales que
conectan las viviendas, los prados, la escuela, las tierras de cultivo,
el cementerio, la estatua de Buda, las iglesias cristianas, el templo
sagrado y el campo de fútbol. No existen los coches. Las casas están
construidas sobre pilares para evitar humedades y serpientes. Hasta aquí
se puede llegar navegando hacia Birmania por el río Pai y hoy algunos
viajeros se aventuran para encontrarse y conocer a las llamadas mujeres
de cuello largo. Ma Pang tiene el cuello aparentemente largo; es una de
las veinticinco muchachas en la aldea que aún utiliza los anillos.
Aunque en realidad se trata de una gran espiral de cobre macizo que se
coloca alrededor del cuello, pesa más de cinco kilos y va presionando la
clavícula hacia el tórax, lo que da esa imagen de cervicales
extendidas. Los anillos no se quitan ni al dormir ni al bañarse. Se
lavan con limón para darles brillo y son un signo de pertenencia, una
especie de bandera personal que Ma Pang elige cargar cada día. En ella
son quince las vueltas que da el cobre. Comenzó con dos y, como dice la
tradición, de tres en tres años fue sumando anillos. Cada vez es su
madre la responsable de colocarlos. Solo las ancianas saben, solo ellas
pueden.
El hábito de los días
Aquí el consumo de la nuez de areca y el betel es parte del hábito de los días. Ma Pang dice que a ella no le interesa, que es una pasta que deja las bocas rojas y los dientes negros en poco tiempo. Ella prefiere los dientes blancos. Muong, su marido, consume cada día; cuando se levanta, cuando trabaja, cuando camina, cuando descansa. Y Muong no es un tipo nervioso, anda siempre con la mirada baja y se mueve como un gato. Sonríe, siempre sonríe. Vino de Birmania para un matrimonio concertado entre familias y se encontró con Ma Pang, que ya había comprado una casa y un campo para cultivar papaya y cacahuetes. Las hijas de ambos nacieron después.
Para las mujeres mayores la nuez es un
tesoro, les ayuda a estar activas a pesar de los años y suelen caminar
por el pueblo orgullosas con un puñado en cada mano. Y es que en el
mundo kayan las mujeres parecen guiar la dinámica aldeana; no es un
matriarcado pero su poder es visible. Las ancianas son, junto a los
hombres, las únicas que mascan el betel, y muchas veces son ellas las
que cuidan del material. Ngae, unos setenta años y tres dientes, es
amiga de la madre de Ma Pang y explica el proceso de consumo: para ella
la nuez de areca se llama mousa y se corta en finas rodajas con un
alicate de hierro especialmente diseñado para la función, el taclau.
Todas las casas del pueblo tienen su taclau; son casas que en general no
tienen muebles ni televisor en la sala, pero sí taclau. Dos o tres
trozos de la nuez se combinan con una pasta blanca alcalina a la que
llaman tuig o piedra blanca y hebras de tabaco, después se envuelven en
una hoja de betel -piper betle para la comunidad botánica, poulá para
los kayan-, una enredadera que se planta en todos los jardines y al
mascarla estimula la producción de saliva. En la aldea la utilizan
también para los dolores de estómago, para el mal aliento y para evitar
los parásitos. La forma final del preparado es como un bulto verde que
recuerda a un papel doblado cuatro veces sobre sí mismo, y ha de
colocarse entre los dientes y la cara interior de la mejilla. Desde allí
se ejerce presión y apenas se mastica para que se vayan soltando los
fluidos y lo que resulta de la mezcla con la saliva. La mecánica es
similar a la de la hoja de coca en el Altiplano boliviano; el efecto,
también. Se adormece parte de la encía y la mejilla por la acción del
betel, mientras al mismo tiempo la nuez estimula el sistema nervioso. Es
como cinco tazas de café de subidón gradual, sin tanta estridencia y
con una mayor permanencia en el tiempo. Los dientes se ponen morados y
el escupitajo es, de tanto en tanto, inevitable.
Cuando caen los espíritus
La mezcla se utiliza para el día a día pero sobre todo cuando «caen los espíritus». Entre los kayan, como decíamos al principio, existen los espíritus malos, que arruinan la cosecha y se mantienen alejados a fuerza de panales y agujeros, pero hay sobre todo espíritus buenos, que se deben proteger y adorar para mantener la salud y una cierta armonía social. Aquí las creencias y devociones se mezclan, el sincretismo es natural. Algunas familias son también budistas, otras cristianas; las primeras aún mantienen intacto su mundo de espíritus y antepasados karen; pero a los cristianos -cuenta Ngae- les han dicho que hay un único dios y lo demás no es necesario. «Por eso no vienen a las celebraciones ni ayudan a levantar el cuerpo de los espíritus cuando se derrumban».
Al final de la aldea, ya entrando en la selva,
aparece el templo sagrado del pueblo kayan. Territorio animista lo
llaman aquí los sacerdotes cristianos reproduciendo el etnocentrismo
tuerto de Occidente y reduciendo la complejidad de lo religioso a algo
ilusoriamente estándar. Son doce mástiles inmensos que sostienen a las
entidades que representan y dan cuerpo a los diferentes elementos: agua,
lluvia, viento, tierra, fuego, cosechas, salud, enfermedad, etc. Estos
espíritus de altura han sido diseñados en base a una arquitectura
artesana de telas, conos tejidos de bambú y formas metálicas que a la
vez son símbolos del mundo, el sol, la luna. Cada uno tiene una forma
diferente, cada uno lleva significados e implicaciones distintas. Cuando
pasa lo que a veces pasa y las termitas, la humedad o el destino
consumen la base de los troncos, el espíritu cae al suelo y se anuncia
un mal presagio, un mal año para todo lo relacionado con esa entidad.
Entonces son los hombres los encargados de saltar a la selva en busca
del mejor árbol para construir el mejor mástil. Eso puede llevar
semanas; es el resultado de una selección minuciosa anclada en los
designios de la cosmogonía kayan. Y es también cuando los hombres se
pierden durante días en la espesura consumiendo areca y betel para
resistir el cansancio, los mosquitos, el calor. Al volver, el tronco
pesa; lo cargan entre varios hasta el pueblo, y en una celebración en
corro guiada por el jefe espiritual, cavan un nuevo agujero en el
templo, colocan la base y suben el mástil entre poleas y cuerdas. Por
eso -afirma Ngae- es que en Huay Pu Keng la areca y el betel ayudan a
levantar el espíritu, pero sobre todo ayudan a levantar a los espíritus
para que todo pueda seguir siendo como siempre ha sido.
Del porqué de los anillos
Aunque hable cinco idiomas, Ma Pang puede estar horas en silencio. Maneja el kayan, el karen, el birmano, el tai, y su inglés, herencia de una estancia en los primeros campos de refugiados, es casi perfecto. Es también un recurso para recibir al turismo, que hoy es la primera fuente de ingresos entre las mujeres kayan. Ellas saben de su atractivo y muchas veces esperan visitas entre pequeños telares atados a su cintura, en donde tejen bolsos, carteras, chaquetas, bufandas. Es cierto que en algunos casos las aldeas corren el riesgo de transformarse en algo así como zoológicos humanos a los que llegan curiosos cazadores de selfies exóticas, pero también es cierto que la situación de alegalidad que les otorga su permanente estatus de refugiadas les impide trabajar formalmente y les obliga a buscar alternativas. Saberse sostén económico da a las mujeres un cierto poder dentro de la comunidad. Y eso Ma Pang lo tiene muy claro. Aunque no por ello utiliza los anillos; los lleva -dice- porque si no se siente desnuda. Ma Pang traduce y Ngae cuenta en kayan que el origen del uso no tiene que ver con los tigres, que no es cierto eso de que los animales atacaban el cuello de las mujeres y el cobre se utilizaba entonces para protegerlas. Los tigres no hacen distinción de género. No. Para ella el origen está en el intento de hacer menos bonitas a las mujeres y evitar las violaciones de los soldados birmanos, que sí hacían distinción de género. Según Ngae, el mito que explica todo se creó mucho antes, en lo que hoy es Birmania, cuando había grupos que atacaban las aldeas, robaban comida y violaban y mataban a las muchachas. Sabiendo esto, en una ocasión la más rica de una de las comunidades decidió colocarse todas sus joyas: anillos, collares, pendientes, para terminar su vida envuelta en tesoros. «Si he de morir, moriré dignamente», cuentan que dijo aquella mujer. Cuando los soldados llegaron no la tocaron. Ngae afirma que los anillos en el cuello supuestamente afearon a la muchacha, la protegieron, la salvaron. Desde entonces todas siguieron esos pasos. Aunque Ngae no cree que hoy el collar las haga menos bonitas sino que, por el contrario, las embellece; Muong piensa lo mismo.
Los anillos son tradición
aunque no obligación. No es tarea sencilla, pero si es necesario pueden
quitarse. Hay quienes los llevan toda la vida, y quienes, como la madre
de Ma Pang, tienen que quitárselos por problemas de salud. Los ocho
kilos y medio de cobre que llegó a cargar estaban dañando su columna.
Ella cuenta que al principio fue difícil caminar sin el cobre, se
mareaba, era como ir sin nada, sin ropa. Tuvo que recostarse durante
unas semanas y reforzar la musculatura del cuello con ejercicios. Hoy es
una mujer de cuello largo pero sin anillos.
El tiempo es
Cada día, mientras la aldea se despierta, Ma Pang bebe su té y se alimenta de ese arroz pegajoso que antes ha cocido dentro de un trozo bambú. Se levanta a las cinco de la mañana, con el segundo canto de los gallos. El primero es a las tres. Cocina, prepara a sus hijas para la escuela y ya después está lista para ver pasar el día. Contemplándolo protegida entre panales. El tiempo aquí no pasa, no es lineal y progresivo, sino que se expande. Como decía siempre Ryszard Kapuscinski al hablar de África: «aunque estemos en el sudeste de Asia, aquí el tiempo es». Y es eso lo que también habilita un estar más leve en Ma Pang, en Muong, en Ngae y la gente; en sus maneras de relacionarse, entender y habitar el mundo. La nuez y el betel quizás activen un poco la dinámica comunitaria, pero solo un poco, lo suficiente como para trabajar la tierra, conversar sobre el clima y mantener a salvo la estatura de los espíritus.