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Música urbana en Chile: Reflejos del país que viene

Como buen fenómeno cultural en vías de masividad, la música de denominación urbana funciona como una radiografía del país que la produce y la consume.

La música urbana es la nueva tendencia maldita, como alguna vez lo fueron el rock, el punk o el rap, demonizados todos al momento de su aparición por una amplia gama de opositores, desde custodios de la moral hasta apóstoles del buen gusto. En el pasado festival de Viña del Mar, el show de Bad Bunny le dio al trap latino su momento de mayor exposición mediática en Chile con un espectáculo que marcó 29 puntos de rating, o sea, habría alcanzado a cerca de dos millones de personas en horario estelar y a través de dos canales de televisión abierta. Los memes y comentarios sobre el puertorriqueño no se hicieron esperar en las redes, donde cundió la aprobación de parte de fanáticos y seguidores, pero también se vieron con claridad las brechas generacionales y sociales que la música urbana saca a flote.

Varios treintones festinaron con no saber quién era Bad Bunny. Los cultores del humor para papás jugaron con el parecido entre su nombre y el de Bugs Bunny. Comprensible, en todo caso, porque no hay ninguna obligación de conocer a un artista popular, por necio que resulte celebrar a viva voz la propia ignorancia. Lo realmente lamentable fue el trasfondo clasista del humor con el que muchos se burlaron del boricua y sobre todo de su público. Durante la presentación, se viralizó una foto suya frente al «monstruo», en un momento solemne del show iluminado por miles de teléfonos, acompañada por el texto «acá están todos los celulares robados el 2018». Al revisar los perfiles de quienes compartían, muchos se declaraban políticamente conscientes o cercanos a ciertas causas sociales, sin advertir la contradicción que implica discriminar abiertamente a otros en base a estereotipos.

Por su origen humilde, su estética de aires callejeros y sus mensajes directos, la música urbana, entendida como la familia sonora que abarca al trap y al reggaeton, entre otros estilos predominantes en el gusto de las audiencias más jóvenes, siempre ha sido un excelente barómetro de la sociedad porque revela, al mismo tiempo, algunos de sus principales intereses y fisuras, es decir, qué la une y qué la separa. Es, sin duda, uno de los productos culturales que le tienen mejor tomado el pulso al mundo actual. De ahí su creciente popularidad, que en nuestro país ya germinó una creciente escena, llena de personajes muy distintos entre sí, que da importantes pistas para abordar el Chile contemporáneo y el que está por venir.

Antes de seguir, una aclaración: comprenderemos el trap, un término tan cruel en su reduccionismo como útil para la conversación, de la misma forma en que lo define Gianluca, uno de sus principales exponentes nacionales, quien postula que se trata del post-rap. En pocas palabras: música que, sin ser rap, está diseñada con las mismas herramientas (softwares, voces, rimas) y que lleva más allá ciertos de sus elementos característicos, tanto positivos como negativos (desde su capacidad para asimilar otras músicas hasta su capitalismo). Al decir trap, nos referimos en realidad a una amplia gama de formas de post-rap, desde propuestas como la de Maluma, que hace lo mismo que Chayanne hubiese hecho de haber sido joven en esta época, o también la del fallecido XXXTentacion, cuyo repertorio podía incorporar desde soul hasta aggrometal cambiando de forma radical de un tema a otro.

El trap chileno es un mundo en sí mismo, permeado por nuestros códigos, con artistas y obras que son como rodajas de la idiosincrasia local. La carrera del mentado Gianluca despegó con un himno generacional instantáneo, ‘Siempre triste’, que invertía las lógicas habituales de la música urbana en una letra teñida de una melancolía singularmente chilena: «Siempre tropical, siempre triste / Melón con vino blanco / No soy pobre, soy triste / Siempre tropical, aunque el cielo esté nublado / Pa’ pasar las penas que me han deja’o». En un país que atraviesa una crisis de salud mental no oficializada, con la Alianza Chilena Contra la Depresión reportando que el 12% de los adultos experimentan cuadros depresivos, e incluso la OMS pidiendo que las autoridades legislen al respecto, las sensaciones de las que habla Gianluca en el single que lo dio a conocer, resonaron con fuerza en miles de personas.

Adaptando las temáticas del trap al cotidiano de la clase media criolla, e incorporando a la mezcla ciertas ideas de los sad boys, una tendencia dentro de la música urbana anglosajona que se vale de la tristeza como elemento distintivo de su forma y de su fondo, Gianluca construyó una carrera que lo tiene en un sitial privilegiado dentro de la música chilena. Hoy está en la misma plataforma que impulsó a Gepe, el sello Quemasucabeza, en calidad de refuerzo estelar tras la partida del autor de «Hablar de ti» a la multinacional Sony. Fue Gepe, de hecho, quien le dio su sello de aprobación a Gianluca al invitarlo a colaborar en «Folclor imaginario», su disco tributo a la legendaria folclorista Margot Loyola.

En un país pequeño como el nuestro, los actores de la escena musical se necesitan entre sí. Las colaboraciones abundan, en un diálogo de estilos cada vez más fluido que permite toda clase de alianzas. El debut de Gianluca en Quemasucabeza es «Sismo», en el que aparece como invitado otro personaje inevitable a la hora de aproximarse al trap chileno, Pablo Chill-E, uno de los solistas con más calle en su propuesta, muy popular en YouTube, donde amasa millones de visitas sin ninguna promoción formal. Con 19 años de edad, Pablo Chill-E es el trapper chileno por antonomasia, un hijo de las poblaciones de Pedro Aguirre Cerda y Puente Alto orgulloso de su origen que exhibe sin filtro su realidad en letras explícitas y videos donde se puede ver ese Chile que los medios masivos prefieren esconder o decorar.

A mí no puedes odiarme porque soy el que relato

Cerca de 12 mil personas siguen en Instagram a @trapxilenoposting, una cuenta dedicada a subir memes de trap nacional, hecha por fans, en la que el protagonista absoluto es Pablo Chill-E, la clase de solista genéticamente diseñado para viralizarse. Fácil de caricaturizar al tener desarrollada una impronta única, Pablo es en sí mismo un punto de encuentro entre la escuela más estricta del trap estadounidense y todo el acervo cultural que un adolescente chileno curioso y con talento puede llegar a tener haciéndole el quite a la academia. Incluso su forma de rimar conjuga métricas incubadas por afroamericanos con palabras sacadas del argot marginal. Es un cóctel mólotov directo al status quo de un país cuya música popular solía estar hecha por gente con recursos para costear instrumentos, horas de grabación y todos los gastos de esa índole. Pablo Chill-E es el ejemplo viviente de la democratización pronosticada gracias a las nuevas tecnologías musicales, más accesibles que nunca.

Chile no está acostumbrado a que adolescentes como Pablo tengan tribuna. En un video de su única entrevista extensa, media hora en la que derrocha carisma e inteligencia a raudales, las críticas a su forma de hablar son un punto que se repite en los comentarios de YouTube. Curiosamente, nadie parece tener problemas con la jerga que abunda en la música urbana que llega desde otras latitudes. ¿No será que en realidad los chilenos nos avergonzamos de nosotros mismos? ¿Por qué un artista que viene de una población debe cambiar la forma en que se expresa? ¿Cuál es la necesidad de aparentar ser algo que uno no es? Con el lenguaje que usa, Pablo Chill-E reivindica la manera en la que miles de personas se comunican dentro de nuestras fronteras. Hace que marque pauta (impresiona la cantidad de gente que replica sus frases en redes sociales) e incluso que se vuelva exportable.

Uno de los últimos hits de Pablo, con casi cuatro millones de visitas a un mes de su lanzamiento, lleva por nombre «Flyte», un término clasista con el que se sataniza a los hijos de la clase obrera y que debiese, en algún momento, convertirse en algo así como el «nigga» de los estadounidenses: un tabú que solamente puedan romper los propios aludidos. En la boca de Pablo Chill-E, la derogatoria palabra es enaltecida, en compañía de una promisoria figura dominicana, El Futuro Fuera de órbita, una colaboración sellada durante una gira que lo trajo a Santiago. «Los flaites y los domis haciendo money», dice el coro del tema, un dembow pegado al techo que se suma a la lista de alianzas internacionales de Pablo, cuyas conexiones con artistas argentinos y españoles hablan de cómo Chile, gracias a internet, está menos aislado que antes.

Si de redes se trata, el universo expandido de Pablo Chill-E incluye a dos de las fuerzas dominantes de la música urbana local: Shishi Gang, su propio colectivo slash familia, y Desafío Music, una compañía independiente en ascenso. Los primeros ofrecen un amplio menú sonoro, que con el mismo desplante entrega trap de alta fineza o mambos al estilo de Omega el Fuerte, a cargo de personajes dignos de antología en una nómina gigantesca y flexible que va desde menores de edad como Andresito Otro Corte hasta un chileno-angoleño como Polimá WestCoast, dos nombres fuera de los moldes convencionales que develan la naturaleza abierta del trap. Los segundos son Fran C y DJ Kili, dueños de una visión artística y empresarial que despunta en el panorama urbano, pese a sufrir un revés tras la muerte de Kevin Martes 13, su artista prioritario hasta el accidente automovilístico que a los 17 años de edad lo transformó en mártir de una escena que estaba destinado a dominar.

De ascendencia mapuche y con una dramática historia familiar manchada por las penas de cárcel a su madre y su hermano, Kevin Martes 13, versado en el freestyle y muy versátil como vocalista, tenía mucho por decir y una gran cantidad de gente dispuesta a escucharlo, como evidencian los más de 20 millones de visitas que amasan los pocos singles que grabó. La noticia de su muerte, eyectado desde el asiento del copiloto de un Mercedes manejado por un amigo de 14 años que chocó con una micro al escapar de un control policial, fue cubierta escasamente y con sensacionalismo, ligando sus videos y letras con la vida delictual a pesar de que Kevin nunca tuvo antecedentes policiales. El tratamiento de la información no hizo más que delatar la distancia cada vez más grande entre la prensa y el público joven, que lloró por la partida de una estrella en potencia y por la extinción de una voz que, a juzgar por la recepción que obtuvo en vida, realmente hacía falta: la de un adolescente periférico dotado de sensibilidad e inteligencia.

El auge de la música urbana en Chile revela, además de la imperiosa necesidad generacional de sentar nuevos parámetros, la existencia de una juventud que se regocija en su diversidad y que anhela verla representada. El cancionero que ha tomado forma en los últimos años se mueve por tópicos tan distintos como la vida fuera de la ley en «Mambo para los presos» de Yiordano Ignacio y Bayron Fire, la autonomía de una mujer independiente en «Not Steady» de Paloma Mami o quebrarle el servicio a la marginalidad en «Estrella del Barrio» de Carlitos Junior. Los nombres detrás de esta banda sonora, un listado en aumento permanente, destacan por la pluralidad que muestran. Tenemos por un lado a Tomasa del Real, una nortina innovadora del reggaeton, y por otro a Ceaese, uno de los puentes entre el rap de la década pasada y el actual trap. En una esquina está Yung Represalia, con sus relatos de decadencia cocainónama, y en la otra está Princesa Alba cantando de amores veraniegos. Combinados, forman el circuito que refleja con mayor claridad al país que viene, mucho más aventurero y menos apocado que el Chile conocido por sus mayores. Una camada que, si bien hereda varios de los males que dejó la dictadura, actúa sin miedo a ser reprimida y se expresa con ganas de ser vista y escuchada.