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Los latazos en las escuelas del ghetto

Por Cindy Corrales

(Docente e investigadora en las áreas de Pedagogías Críticas, Currículum y Educación Popular. Ha liderado proyectos educativos en colegios de alta complejidad y acá nos entrega una panorámica de lo que pasa en esas escuelas donde la pasta base y otras drogas son tan cotidianas como las labores escolares).

Suena el timbre que indica que el primer recreo empieza, espacio en el cual los y las estudiantes se disponen para jugar, comer, conversar y relajarse de la jornada de estudio. Eso en escuelas donde la “vulnerabilidad” y “disrupción” está estrictamente regulada, seleccionada o simplemente no está.

En esta escuela, y en los quince minutos que dura el recreo, la situación es diferente: un estudiante le manda intencionalmente un pelotazo en la cara a una profesora; cuatro de ellos se suben al techo del baño para lanzar piedras a la casa colindante; tres ponen una bomba de humo en el laboratorio de ciencias y dos se mandaron flor de “latazo” en el baño.

Es que en las “escuelas del ghetto” confluyen bombas de tiempo: estudiantes expulsados de un sinfín de instituciones educativas y que se encuentran atravesados por una combinación multifactorial de violencias sistémicas y dirigidas: violencia física y emocional; negligencia de cuidado y abandono; explotación laboral; explotación sexual, racismo, machismo, sexismo, clasismo, entre otros. Aspectos que los han excluido de su participación en la vida social, política, económica y cultural del país, siendo –por la misma razón- marginados de acceder a sus derechos para la concreción de un desarrollo y crecimiento integral.

El “latazo” sin duda remece a cualquier entorno educativo,  pero en esta escuela es lo cotidiano, porque hay días en que un estudiante llega con total despreocupación y cotidianidad y mezcla sobre  una lata de bebida  marihuana y pasta base y las aspira junto a su “pana” porque tenía ganas de “irse a la chucha un rato”.

Ese mismo joven, a los dos días de fumar pasta en el establecimiento, ingresa a la escuela empuñando una tijera y amenazando a los que se cruzan en su camino. Si bien salió “lúcido” de su casa, en su ruta a la escuela se encontró con sus primos y compartieron unos “pipazos” que lo volvieron loco.

Pero esto no se queda ahí. A la semana siguiente, este estudiante, se ausenta tres días, porque  debe gestionar con “los abogados” la libertad de su madre y hacerse cargo de su hermana más pequeña.

Él cuenta que “los ratis llegaron de noche a reventar la casa y encanaron” a la mamá, quien es una conocida vendedora de pasta, falopa, marihuana y trencitos en las calles aledañas a la escuela. Ella también es adicta y consume pasta junto a su hijo, quien a veces también es su “soldado” y en las noches cuida del reino o se pone a “armar bolsitas”.

Con ese mundo a cuestas este estudiante llega a esta escuela para “sacar el cuarto”, mundo con el cual quienes educamos debemos implicarnos, pues obviamente afecta su escolaridad e incide en las interacciones que él realizará.

No obstante, en la mayoría de las escuelas de nuestro país, quienes consumen algún tipo de sustancia legal o ilegal se encuentran con profesionales que les tienen miedo, rechazo o los estigmatizan; por ese motivo, es que este estudiante, pasó por ocho establecimientos educacionales en un año, antes de llegar a esta escuela.

Ya sea por omisión o desconocimiento, en todos los establecimientos por donde transitó, consideraron que el consumo de drogas fue la causa de sus problemas, cuando en la mayoría de los casos, fueron esos problemas los que originaron el consumo.

Hay que tener claro que la vida del chico del latazo es sólo la punta del iceberg de lo que ocurre en las escuelas de la periferia, donde además de la “pasta”, hay otras sustancias que la rodean: anfetaminas y clonazepam se mueven con total libertad y cotidianidad entre niños, niñas y jóvenes.

La “pasta” está tan presente en el cotidiano andar de quienes asisten a este espacio educativo, que incluso sin ser consumidores deben lidiar con “la cola” de su entorno, como el caso de Yadi, chica de catorce años, quien llega a la escuela una hora tarde y pide hablar con su “profe jefe” para disculparse por el atraso. El motivo se debió a que “durante la mañana llegó el GOPE a reventar su casa buscando a su papá”, conocido narcotraficante del sector.

Ella relata que estuvo esposada boca abajo junto a su hermano menor que tiene síndrome de down durante más de cuatro horas, tiempo en el que presenció cómo desarmaban todo su hogar buscando droga,  cómo golpeaban a su padre en modo interrogatorio y además, tener que aguantar las patadas en las espalda por cubrir a su hermano en shock que no paraba de llorar. 

Consumidores o no, “la pasta” los atraviesa y con esa marca deben intentar aprender historia, matemática, lenguaje, ciencias, entre otras materias; cumplir con las rutinas escolares y promocionar, disciplina que en la mayoría de  las escuelas en nada contempla dialogar con esas realidades. Por eso, en esta escuela nos agrada que pese a toda la mierda de su entorno lleguen aunque sea drogados, violentos, choqueados, pues evidencia una pequeña grieta de confianza que le tomaron a esta escuela.

Educar en contextos de consumo, implica no perder de vista esta triada: persona, contexto y sustancia, y preguntarse siempre: ¿quién consume?; ¿qué consume?; ¿cuánto consume?; ¿dónde consume? Y ¿cuándo lo hace?, pues es información valiosa para poder desplegar dispositivos de contención, retención y liberación, con la intención de hacerles cuestionar la realidad que viven y problematizarla intentando darle sentido al conocimiento compartido, pues sólo de esa forma estos sujetos se verán interpelados, ya que se sentirán visibilizados y parte de los procesos de vida en la cual están presentes.

Sin duda las reflexiones volcadas acá, pueden parecer en algunos casos situaciones de película, pero lamentablemente son la realidad y ocurrieron en una escuela de la zona sur de Santiago durante un año. Año en el cual un grupo de profesionales de la educación decidió ocuparse y afectarse, eliminando dar respuestas heroicas, polarizadas, cargadas de moral o influenciadas por las imágenes sociales de la droga que suelen estar saturadas de un sinnúmero de estereotipos y preconceptos, creando metodologías y formas de relacionarse desde la igualdad, el compromiso, el cariño y la preocupación, visibilizando al sujeto de enfrente como un sujeto de derecho, lugar en que nunca ninguno de ellos y ellas se ha posicionado debido a su constante vínculo con la ilegalidad.

Esto pasó y sigue pasando a una legua del centro de la ciudad y me atrevería a decir que se replica en las escuelas de todos los ghettos que se fueron construyendo en nuestro país.