Lençois Maranhenses: Sólo para espíritus aventureros
Hay que cruzar casi todo el nordeste brasileño para encontrar uno de los paisajes más impresionantes de Sudamérica. Miles de dunas esculpidas por el viento y lagunas de agua dulce se intercalan y terminan asemejando al paisaje con un cuadro de Dalí. Estar acá no deja indiferente a nadie.
Fotos y Texto: Jorge López Orozco
El estado de Maranhão está lejos de todo lo medianamente conocido para el turista que ha ido a Brasil. Un vuelo de más de tres horas desde São Paulo hasta São Luís, remonta los tres mil kilómetros de distancia rumbo al norte. São Luís, la capital estadual, es una isla unida a tierra y que cuenta con uno de los centros históricos más bien conservados de Brasil y que la llevó a ser considerada como Patrimonio de la Humanidad.
Desde sus adoquinadas calles salen (demasiado temprano) tures privados hacia Barreirinhas, a 255 kilómetros al sureste. También hay buses para los viajeros independientes y que valoran dormir un tiempo más o tomárselo con calma. Como sea, tras unas cinco horas se llega a Barreirinhas, el verdadero campo base para internarse en los mantos dunares más grandes de Sudamérica.
El calor acá es intenso de día y de noche. Estamos inmersos en un pueblito nordestino que desconoce el apuro, en que la gente vive relajada y que apaga la sed con una guaraná de color rosado llamada «Jesús».
Sin embargo, desde hace unos años, la paz que vivía el pueblo se ha ido esfumando a paso lento pero muy seguro. Su cercanía de los Lençois -«sábanas» en portugués- la ha catapultado a convertirse en una pequeña villa turística con buen hotelería y una bella costanera en las riberas del río Preguiças.
Desde Barreirinhas hay completos servicios para recorrer un área de dunas cercanas en tures guiados de medio día. Con más plata se puede sobrevolar en avionetas y también hacer navegaciones por el río hasta los «pequeños Lençois», impactantes dunas que son una especie de spoiler de lo que vendrá. Este viaje, hecho en modernas lanchas, llega en pocas horas hasta el poblado de Mandacaru, fácilmente distinguible por el faro de Preguiças, de 98 años de vida, mientras que los pobladores fritan y venden pescado a la orilla del río.
Es
en este punto se separan turistas de aventureros. Los segundos se
despiden del «tour» organizado y son llevados a la playa de Atins, en
medio de enormes bosques de manglares que hacen olvidar que estamos
entrando en el famoso desierto del Maranhão.
A pata pelá por las dunas.
Atins sí que está lejos de todo. El Atlántico con fuertes vientos la cerca al occidente, mientras que por el norte se extienden las más de 156 mil hectáreas de montes de arenas que detenta el parque nacional Lençois Maranhenses. Para volver a Barreirinhas se necesita un 4 x 4, un piloto con alma de Dakar y soportar un par de horas dando tumbos por las laderas arenosas.
Las calles de arena aún mantienen viva la antigua identidad de villa de pescadores de Atins. La gente se sienta cómodamente fuera de sus pequeñas casas, conversa o comparte cervezas y siempre mira a la calle buscando novedades.
Desde hace pocos años las cosas aquí, por efecto del turismo, también están cambiando. La fuerza de sus vientos la puso en la mira de kitesurfistas europeos que empezaron a comprar propiedades y en que ahora hay algunos hostales de lujo. Los precios han subido -un verdadero ejemplo de burbuja inmobiliaria- pero el ritmo de vida sigue siendo completamente relajado.
Estar estresado en Atins es algo absolutamente inútil. Es como querer andar con zapatos. O pretender que internet funcione rápidamente. O querer silenciar a las ranas que cantan poderosas cada anochecer.
Hay unas pocas cuatrimotos -la gran novedad del pueblo- y otros cuantos todoterrenos que son usados para llevar turistas hacia el corazón de los Lençois. También hay guías singulares que hacen el recorrido, y dentro de ese pequeño universo, sólo uno habla español: Genário Peixoto. Provisto de una energía que hace dudar que haya tenido alguna vez un problema cardiaco que lo retiró de su carrera como piloto de aviones amazónicos, nos convence que viajemos caminando por las dunas.
Afortunadamente estamos en la temporada de lluvias, que se extiende entre marzo y agosto, y que recrea un milagro que se ve en todas las tarjetas postales de la región: en pleno desierto hay sendas lagunas de colores increíbles.
Peixoto, que frisa
las seis décadas de vida, nos viene a buscar a la mañana siguiente. Son
las 7 AM y junto a él está Ximena, una viajera mexicana que terminó se
graduó en biología y salió a buscar sus propias respuestas por
Latinoamérica.
La ruina de los Kaeté.
En el jeep de un amigo de Genário acorta la distancia al punto de inicio en que oficialmente entramos al Parque. No hay guardias, casetas o tickets a pagar. La naturaleza acá manda y pareciera dispuesta del mismo modo que desde los últimos 10 mil años, la edad geológica de los Lençois.
Mientras sacamos fotos el sol juguetea con enormes nubes que en ningún caso capean el calor reinante. Todo es muy amarillo, muy celeste o muy blanco. Las dunas muestran sus texturas bordadas por la fuerza de los vientos. Estamos cercados de estos montes ocres y dorados que parecieran un mar de olas disecado. Los pies descalzos recién se acostumbran a un terreno compuesto por cientos de millones de granos calientes, cuando la marcha de 10 kilómetros se inicia.
Genário agarra ritmo y deja a todo el mundo atrás. Sus piernas parecieran la de He-Man o puede ser una especie de desvarío por el calor. Lo cierto es que para el ex capitán de aviación este viaje es pan comido. La gran atracción que él oferta a los «gringos» es irse tres días y cruzar íntegramente el parque, traspasando dos oasis y llegando a Santo Amaro. Son casi 50 kilómetros andando en la nada. O en el todo, porque viajar por esta geografía es también un profundo recorrido mental y una prueba al espíritu de sacrificio.
El esfuerzo va siendo recompensado con grandes panorámicas que son irrepetibles. Los vientos cambian, día a día, a cada duna. No sólo eso, científicamente está comprobado que la acción del viento las hace viajar de un punto a otro. Las hace nacer y morir.
Por ello es que Genário termina cada viaje contando la historia de la tribu Kaeté de la que, decían, era muy hermosa y con una piel que resplandecía.
Los Kaeté buscaban refugio para dormir
entre las dunas cada noche. Pero éstas quedaban recelosas de la belleza
de los indígenas. Las dunas les rogaron a los vientos por ayuda y la
petición fue atendida una noche de luna llena, en que una tormenta
eólica fue tan fuerte que terminó por sepultar a los humanos por
completo.
Hola, vengo a flotar.
Aunque la historia oficial dicta que los Kaeté fueron perseguidos por la corona portuguesa tras inventarles cargos de canibalismo y de devorar a un obispo en el siglo XVI, la leyenda que disfruta de relatar Genário, se parece mucho más a este paisaje.
En Lençois la naturaleza pareciera creada por el realismo mágico. Hecho que se hace patente justo en el momento que el calor más castiga, cuando comienzan a aparecer tímidas lagunas entre el arenal como respuesta a nuestras propias súplicas. Nacidas por la acumulación de los más de dos mil milímetros anuales que caen en esta parte de Brasil, son lo más parecido a un espejismo.
Pero son demasiado reales. Genário no se detiene y sorprende acelerando la marcha con sus piernas de He-Man. La piel exige un chapuzón, pero a cambio hay más sol. La promesa de nuestro guía es llegar a la laguna Capibara, la más grande de este sector, a la que se accede tras correr cerro abajo dos deslindes de dunas en completa libertad.
No hay nadie en los Lençois. La soledad es perfecta.
En la Capibara, al igual que los otros reservorios de agua que nacen cada año en el Parque, hay peces. Nadie sabe cómo llegan acá o si están enterrados como semillas bajo las arenas, pero son tan reales como la flora marina que flota en la superficie. Parece fantástico, pero mucho menos que la sensación de alivio que siente la dermis maltratada por el astro rey, tras un perfecto piquero. Es como volver a nacer. Emociona.
Mis pies flotan humedecidos recortando la sequedad de las dunas que se yerguen en cada punto cardinal. Ximena, la amiga de Ciudad de México, llora sosegadamente en una orilla. Cada uno purga el viaje por este clima extremo como quiere.
El baño de media hora es el mejor energizante para enfrentar la caminata de vuelta hasta el sector de las «Tres Marías», único punto poblado por dos pequeños restaurantes que ofrecen camarones frescos y unas salvadoras y justicieras cervezas heladas, que Lucía, la dueña de «Canto de Atins», se apura en destapar.
Hacemos salud y sonreímos. No hay muchas palabras. Algo de nosotros se quedó en el desierto y algo de éste marchará con cada uno. No, no es sólo arena. Es una especie de visión, una alianza silente con un lugar que excede cualquier idea preconcebida y que, gracias a sus eternos vientos, mañana será absolutamente nuevo y distinto.