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Las lucecitas de la Pincoya

                                                          “Sola,sola, sola te vas mi amor”

                                                                                                                    Congreso/ Heroína.

Por Bruno.

La conocí cerca del año 2000, tenía las piernas blancas y suaves, era flaca y de pelo muy  ondulado (crespa).  Ella era diferente a mí, entendía eso del amor o más bien lo conocía. Además era libre, cosa de la cual yo no estaba muy cerca.

Comencé a visitarla en unas torres grandes y antiguas que están por Recoleta al costado norte del San Cristóbal. En esa época eran muy altas para el promedio y se distinguían de lejos. El ascensor daba miedo y los catorce pisos obligaban a usarlo.

Ella dormía en el suelo en un colchón pasado a pachulí, perfume de su novio gringo que la había abandonado. Lo soporté estoicamente. En esos tiempos, la flaca  escuchaba y bailaba la música de Trainspotting. Cantaba Peferct day  con una cierta melancolía que yo pensaba le evocaba  la antigua relación. De apoco fui ganado terreno, mas no amor y logré entender lo de la música un poco más tarde.

Un día se consiguió un auto y me dijo- vamos  a la población La Pincoya-. Fuimos de noche a una cuadra muy peligrosa, la gente afuera, algunas fogatas pequeñas, casas de madera y la gente mirando con sospecha, sobre todo los más jóvenes, locos que no querría encontrarme enojados. La flaca llamó en la casa   más proleta, pero a la que la figura del que  apareció, con seguridad absoluta, le daba un estatus mayor a la de cualquiera de la cuadra. Si ese era el amigo de la crespa, no había  nada que temer.

El loco salió a guata pelá, era flaco y fibroso, cerca de un metro ochenta, pelo tieso, y una cicatriz inmensa que le atravesaba todo el tronco. Saludó a la flaca de “mi reina” y esas cosas y nos hizo pasar. Conversaron como viejos amigos y fue muy amable conmigo. Le preguntó por el gringo y con mucho tino salieron del tema. Me di cuenta que era una habitual. Pasado el rato fue al grano y el hombre trajo como cuarenta pequeñas bolsitas blancas. Pagamos, nos despedimos con amabilidad y nos fuimos a las torres del cerro Tupahue, ahora San Cristóbal.

Obviamente iba a conocer a otra persona, a una  adicta, que trabajaba y tenía una vida normal, yo ya tenía treinta y cinco  y hacía años había dejado la coca después de dos años intensos. Pero como dicen por ahí, lo que te mata te cura.

Fumamos uno tras otro con tabaco hasta que no quedó ninguna bolsa.

Cuando se quemaba la pasta y el tabacazo  destellaba su dulce angustia, veía  extrapolarse su imagen por unos segundos y comprendí su afición por Lou Reed y Trains potting. Era droga, y yo rendido a sus pies, suplicaba porque se extendiera el momento.

Nos acostamos calientes y tiritones, nos amamos y creo que esa noche no sentí olor a pachuli. Obviamente en ese momento sentir la pasta, era sentir a un familiar de mi antigua dueña. La  tertulia se repitió muchas veces hasta que nos pusimos serios, o ella se puso seria a punta de insistencia mía. Se fue antes de lo que yo hubiese querido, pero se fue. Luego de un tiempo la entendí y entendí por qué mirar tan brevemente la lucidez nos permite algo de ternura.

Durante el tiempo que visitamos al flaco de la población, se daba una rutina que me permitía adivinar mi suerte momentánea, si la flaca miraba en silencio la pared, sabía que esa noche sería muy sola y triste, pero si la sorprendía de pie mirando El Tupahue sabía que  esa noche todo brillaría, refulgiría como la pipa pastabasera y que la angustia pasaría.

A veces, vuelven como luciérnagas las lucecitas de la Pincoya y pienso en ella, como el mayor vicio de esos tiempos.

Relato subjetivo aparecido en la edición impresa 142 de revista Cáñamo.