Por Fernando Santibáñez
Cinco días para celebrar. Hay fiestas populares a lo largo del país durante todo el año, pero la que trasciende a climas, alturas y distancias es la que conmemora la formación de la primera junta nacional de gobierno por allá por 1810.
Las fiestas patrias son una especie de catarsis colectiva en la que, inconscientemente o no, se divide el año entre el término de la primera parte y el comienzo del final. Las fiestas de fin de año están cada vez más cerca y con ello el imperecedero paso del tiempo.
Por eso se festeja y este año serán cinco días para comer, bailar, cantar y, sin dudas, beber. Incluso, un honorable está gestionando la extensión del feriado. No basta tener del sábado al miércoles. Ese jueves y viernes que quedan abandonados, son casi jornadas testimoniales para cortar una semana que promete hacer sentir por una vez al año a las masas que se merecen una fiesta popular.
Y es que en el siglo XIX la mayoría de los nuevos chilenos vivían en la ruralidad que les permitía los vestigios de la colonia española que, de manera patronal y patriarcal, establecieron un orden de clases sociales que dejaron al campesinado y a los trabajadores de ciudad realizando las labores más duras que un naciente país buscaba para su desarrollo.
Si nos remontamos a esos primeros años del proceso independentista chileno –y del que aún no tenemos claridad si ha terminado- , la celebración establecida en el 18 de septiembre replicaba una de las costumbres más tradicionales para celebrar del mundo rural y popular: las chinganas.
Con piso de tierra y techos de ramas, las chinganas eran el espacio de reunión de trabajadores del campo que necesitaban interactuar con sus pares. Las malas condiciones de vida no distinguían entre los empleados de los dueños de las tierras más grandes.
Así, la chingana se estableció como el reducto de la fiesta popular, donde el vino y licores del valle central eran protagonistas de estas jornadas de bailes, cuecas y folklore. Es el alcohol uno de los principales ingredientes en esta receta de la tradición festiva nacional.
Las propulsoras más insignes de las chinganas a puro pulso y trabajo fueron las mujeres. Uno de los métodos de subsistencia luego del abandono y en la soledad era vender comida y ofrecer espacios de baile y música a los chilenos que pasaban por esos lugares. Así se creó identitariamente el mundo popular chileno, entre alcoholes y fiestas.
Y el alcohol, precisamente, se convertiría en el enemigo público número uno de los patrones y de las autoridades de la época. Las chinganas estaban presentes en los lugares donde había chilenos. Campamentos mineros, lugares de faenas, sectores urbanos, sectores rurales, todo escenario era propicio para la instalación de una de las pocas vías de escape del proletariado.
Fueron años en que beber en el lugar de trabajo o llegar a este bajo los efectos del alcohol se castigaba físicamente. La productividad era escasa cuando los trabajadores se iban de fiesta, algo que molestaba a los jefes. Pero también desde las organizaciones de trabajadores entendían que el excesivo consumo de alcohol era un problema para las clases populares.
En el norte, las salitreras concentraban un alto índice de alcoholismo entre los trabajadores mineros que, según denunciaban las organizaciones obreras, eran propiciadas por intereses de los mismos empresarios que desarrollaban la creciente industria del alcohol chilena. Por eso, esperaban que el Estado intercediera en un problema social de salubridad que afectaba a los más vulnerables.
La ley de alcoholes de 1902 fue el primer indicio del control estatal sobre el problema del alcoholismo. Esta buscaba mermar la proliferación del consumo de la sustancia por lo que se castigaba el estado de ebriedad en lugares públicos, además de controlar la distribución de alcoholes.
Sin embargo, la producción alcohólica siguió en aumento, y en favor de la industria del vino, de la que muchos legisladores eran parte y que continúa siendo uno de los licores preferidos por los chilenos, sin distinguir clase social.
Con un consumo per cápita de 9,6 litros del alcohol anuales en Chile, según la OMS, las fiestas patrias exacerban este índice, superando el consumo del resto del año en cerca de un 25%, según productores de vino y pisco, los principales licores de la industria nacional. Es lo que queda de esas chinganas, fondas y ramadas populares de fines del siglo XIX y principios del siglo XX: consumir alcohol como sinónimo de fiesta.
Luego de que la oligarquía del siglo XIX determinara que las chinganas molestaban en la conformación del radio urbano chileno, estas fueron considerablemente perseguidas y prohibidas, dejando su perpetuación casi exclusivamente a la celebración de fiestas patrias, transformándose en las ramadas y fondas modernas.
Desde las fondas del Parque O’Higgins en Santiago, hasta la Pampilla en Coquimbo, la tradición sigue siendo celebrar el “dieciocho” entre fiestas populares. Un descanso del año en que la rutina, el trabajo, las labores acechan a los trabajadores que persiguen llegar a fin de mes. Y en septiembre cuesta más. Según académicos de la Universidad del pacífico, en sólo tres días de celebración, una familia promedio aumentaría el gasto en poco más de 52 mil pesos para las fiestas patrias. Y este año son cinco días.
En 2017 se registró la cifra más baja de fallecidos por accidentes de tránsito en fiestas patrias de los últimos 15 años, registrando 21 víctimas fatales. Uno de los principales motivos que generan accidentes son los conductores o peatones que circulan en estado de ebriedad.
A pesar de la baja en las cifras, desde el Automóvil Club de Chile han realizado estudios que determinan que comúnmente, uno de cada cinco conductores que bebe alcohol manejará a pesar de estar bajo sus efectos, lo que aumenta a poco más del doble durante estas fiestas.
Actualmente es difícil encontrar lugares o fondas que sostengan el folklore nacional en vivo como principal atractivo para estas fiestas. La música envasada, los ritmos latinos cada vez más instaurados en el seno de la cultura popular chilena, incluida la tradicional cumbia y sus variantes, además del reggaetón, indudablemente, se toman la mayoría de las fiestas.
Poco queda de los pisos de tierra, los techos endebles de ramas de viejos árboles, las cantoras populares con solo guitarra y voz que animaban las chinganas del viejo Chile que anhelaba independencia de sus propios patrones. Lo que se mantiene es el baile, la fiesta, el trago como espacio liberador.