La experiencia Chavín de Huántar.
En medio de los montes andinos peruanos aparece un lugar que merecería ser mucho más famoso. Casi a la altura de Machu Picchu, los yacimientos arqueológicos de Chavín de Huántar vuelan la tapa de los sesos. Con edificaciones que parecen una especie de tetris compuesto por enormes rocas, fue construido por sabios pre-incaicos que veneraron al cactus «San Pedro». Energía andina a la vena.
Giovanni Rodríguez habla en voz alta saboreando cada letra que sale de su pulido español. El guía de la excursión diaria que se realiza a Chavín de Huántar, hace gala de un conocimiento histórico y cultural que pasa a segundo plano sólo por los montañosos paisajes que entran por las ventanas del bus.
Parece un tour normal, uno de tantos que sale
diariamente desde Huaraz, la capital de la Cordillera Blanca, uno de
los grandes puntos turísticos de Perú. Sin embargo, a los pocos
kilómetros, la plática de Giovanni pasa de los datos geográficos a una
apasionante y profunda defensa del uso medicinal de la cactácea
Echinopsis pachanoi, conocida popularmente como «San Pedro». Las
palabras del guía abren la puerta a otro viaje. Uno que va hacia las
profundas raíces de la desconocida cultura Chavín.
On the road.
Huaraz, con ciento veinte mil habitantes y a 400 kilómetros al noreste de Lima, es el principal punto al que llegan los viajeros que vienen a conocer los atractivos que concentra el enorme parque nacional Huascarán. Su figura consular, la Cordillera Blanca, posee más de 16 cimas sobre los seis mil metros de altitud, 700 glaciares y 200 kilómetros de extensión. Una especie de Patagonia enclavada en medio del corazón del Perú. Y en su interior hay lagos glaciares, cascadas y pequeñísimos pueblos enclavados siglos atrás, como si la modernidad del siglo XXI fuese un invento. Un sueño innecesario.
Los 110 kilómetros que separan a Huaraz de Chavín, es una de las rutas más solicitadas de los «full day» o viajes por un día. A un costado de la plaza de armas, desde la calle Sucre, salen los recorridos que a las 9:30 AM se encaminan hacia el sitio arqueológico de una civilización pre incaica que siembra más preguntas que respuestas, en esta zona andina.
Una cultura cuya cosmovisión sigue siendo un misterio para los científicos que durante casi un siglo han intentado desentrañar sus orígenes y cuyos resultados -hasta ahora- están ligados completamente un profundo culto mágico-religioso que se efectuaba entre medio de cerros y a orillas del río Mosna, en que el consumo de San Pedro se ungía como el transportador de los humanos a lo divino.
Mientras el bus avanza, Giovanni relata que ha ingerido San Pedro durante cinco años seguidos sólo en una fecha especial: el equinoccio de otoño. Los 21 de marzo, Chavín de Huantar alarga sus horarios de atención, dejando libre uso a chamanes y asistentes a las ceremonias del peyote sudamericano.
En el bus hay un respetuoso silencio ante las confesiones del guía. Lo que en otras naciones sería un tema escondido, en Perú es en una cuestión de Estado: las plantas medicinales se han convertido en patrimonio cultural.
-¿Y hoy vamos a poder probar San Pedro?, pregunta un pasajero.
Hermoso y desconocido.
La travesía de casi cuatro horas que separan a Huaraz de nuestro destino se detiene una sola vez y a 4 mil metros de altura. La laguna Querococha, de origen glaciar y en medio de cumbres nevadas, es el punto ideal para comer choclo cocido y queso caliente o beber un tecito de coca en las sencillas cocinerías del sector. La espectacular panorámica andina deja en claro el origen de la fama del parque nacional Huascarán.
Tras la parada viene una hora de ascenso-descenso entre curvas y contra curvas que marean hasta al más preparado. La altitud máxima a la que llega el bus es de casi cinco mil metros y los síntomas de una potencial «puna» se sienten dentro del vehículo: el 90% de los pasajeros duerme. Muchas curvas después, varios puestos artesanales dan la bienvenida al portal de ingreso de Chavín.
Tras el pórtico, una decena de achumas, gigantones o aguacollas -nominaciones locales del San Pedro- se yerguen como silentes testigos de la grandeza de otros tiempos. La cultura Chavín tiene una data de 1200 años antes de Cristo, por lo que un pie acá implica remontarse por tres milenios de historia humana que se originó en un punto perdido de los Andes y que volcó todo su conocimiento en la creación de una pequeña ciudadela de rocas donde se conectaban con los dioses.
El sitio comprende una serie de
elevados edificios con escaleras que bajan a una plaza central que mide
50,2 metros por 50,2 metros. Bajo las principales edificaciones hay una
serie de intrincados túneles y galerías, además de una serie de
alcantarillados que servían como amplificadores de sonido. Todo
construido con enormes bloques de rocas y piedras de todo tamaño.
Suena volado. En algún momento toda esta grandeza quedó en el olvido.
Giovanni va contando lo que se sabe: en 1860, el naturalista Antonio
Raimondi, la redescubre. En 1919, el padre de la arqueología peruana,
Julio C. Tello, estudia en profundidad a Chavín de Huántar y la coloca
en un sitial de privilegio, tanto por su antigüedad como complejidad
constructiva. Desde ese entonces ha sido lugar de descubrimientos
constantes y sucesivas teorías.
El tetris de piedra
La primera parte del recorrido sucede al aire libre en que se visualiza la «cáscara» del sitio: las trabajadas paredes exteriores de los edificios principales y los bloques labrados de las columnas del pórtico principal. El acceso está prohibido en esta zona y los grupos de turistas -con sus guías- van distanciados unos de otros.
A medida que se avanza de estación en estación, el sitio se revela como un gran centro ceremonial e histórico lugar de peregrinación. Acá habitaban los sabios, la casta de chamanes, los conectados con las deidades. Los que podían interpretar el movimiento de los astros, determinar temporadas de siembras o leer el oráculo. Creían en el poder de animales como el jaguar, el águila, la serpiente o el caimán. Dientes, alas, ojos se mezclan con lo humano, dando a luz un bello y perturbador arte antropomorfo.
Así representaban las transformaciones. Los sabios usaban ayahuasca, San Pedro, rapé, tabaco y hojas de coca. Las plantas medicinales llevaban a trances que lo conectaban con un gran dios: el Lanzón. Para conocerlo hay que dejar la cáscara y entrar en el corazón de este templo entre montañas. Una angosta escalera desciende y da la bienvenida a un complejo sistema de túneles que se entreteje bajo las edificaciones principales. Bajo el Templo Viejo, se ubica la galería del Lanzón.
Bajo tierra, en medio de un tetris de rocas y a través de un angostísimo pasadizo, se llega a la piedra sagrada. Conocida también como la Gran Imagen, mide cuatro metros y medio, tiene rasgos animales y humanos, coronadas por una cruz chacana y con una serie de detalles. Una roca completamente labrada instalada como una lanza en medio de una cueva. El espacio está destinado a un visitante por turno, no se puede fotografiar y está custodiada por un guardia que está ocho horas allá abajo. Chavín de Huántar se convierte en una experiencia personal.
¿De dónde diablos sacaron esas enormes rocas? ¿Cómo las montaron? ¿Por qué acá? ¿Quién ideó esto? El lugar azota preguntas. Giovanni se transforma en un compendio de conocimientos que entremezclan datos y sus experiencias en el lugar con San Pedro. Gente de otros tures se le arremolina y le preguntan cómo es. Se transforma en una pequeña estrella.
Hay tres galerías más para poder ahondar en Chavín. Todas iluminadas, es fácil quedarse un tiempo a solas con esa historia llena de interrogantes y que, tres mil años después sigue en pie. ¿Cómo sería a oscuras, entre cantos rituales y bajo los efectos de la mezcalina del cactus? Durante dos horas -lo que dura un recorrido promedio- el bombardeo de información excede la posibilidad de entender racionalmente.
La
despedida del lugar se concentra en la última «cabeza clava» que queda
en su sitio. Eran esculturas de cabezas en transformación de lo humano
en un jaguar. Estados, presumiblemente, que tomaba el chamán en su
transformación en el viaje hacia el gran espíritu.
El museo del pueblo quechua.
Fuera de los muros milenarios hay un pueblo vivo con raíces tan antiguas como las del sitio arqueológico. El pueblo de Chavín de Huántar es el gran perjudicado de los tours por el día que se efectúan acá. Si se quiere caminar por esta encantadora villa hay que sacrificar el almuerzo con el grupo. Pero vale la pena.
Calles tranquilas, ropas tradicionales, una plaza flanqueada por un cerro y el idioma quechua imperando en las conversaciones, Chavín daría para quedarse unos días. Hay que caminar un par de kilómetros en línea recta, para llegar al Museo Nacional de Chavín, última parada del viaje oficial. Creado hace una década con financiamiento del gobierno de Japón, profundiza todo el aprendizaje de campo con un rigor más científico. Pero no sólo eso, tiene una colección de «cabezas clavas» en excelente estado y que fueron encontradas recientemente.
Además, muestra audiovisualmente detalles de la construcción y las últimas teorías acerca de la cosmovisión de este pueblo americano. Una sala con referencia al uso de las plantas medicinales disuelve cualquier duda acerca de la verosimilitud del guía. Punto para Giovanni. Hay representaciones de otras piedras sagradas como la Estela Raimondi y un sector de cerámicas.
El paso es raudo por este interesante museo. El tiempo se acaba y el bus debe volver a Huaraz, entre curvas y contra curvas, antes que nos pille la noche. Se necesita más tiempo, sin dudas. Un día es poco para poder calibrar en buena medida en dónde se ha estado y, también, las ganas de conectarse con los dioses de roca a la vieja usanza local. Chavín es un lugar para volver.