Por Gustavo Bernal Tapia/ Fotos: Álvaro Hoppe
Hace unos días atrás se celebró en la comuna de Independencia, entre las calles Maruri, Rivera y Cruz una nueva versión de Migrafest. Este sector capitalino es conocido por ser el epicentro de reunión y habitación de múltiples amigos inmigrantes que llegaron al país y que, prontamente, se instalaron en el barrio. Todos conviven entre sus calles con la frescura de Latinoamérica. La feria comenzó pasadas las 2 de la tarde, cervezas mediante nos apotingamos en la cuneta y empezamos a ver el show que había preparado la organización. Mi novia Norma, Lautaro nuestro hijo y varios primos nos pusimos de acuerdo para reunirnos ahí y vagar un rato. Al instante estábamos bailando, o al menos moviendo las patitas al ritmo de los tambores. Yo me puse a caminar por la cuadra con el pequeño Camilo Lautaro subido en mis hombros y nos divertimos husmeando todas las vitrinas sin cristal. Caminando no hace frío dicen y así, en distracción por el sector, fue que encontré al bueno, al joven escritor del libro Charapo, Pablo Sheng que, como buen vecino del barrio Recoleta, disfrutaba de la tarde. En la calle se instalaron varios toldos de agrupaciones inmigrantes que vendían sus destrezas culinarias, preparaciones fresquitas, comidas, jugos, muestran de artesanías típicas de sus países y mucha energía positiva que brotaba desde sus sonrisas. Me quedé largo rato viendo una linda chaqueta de África, específicamente de Senegal. Encontré que estaba muy barata para lo bonita que yo la percibí. Tomé una tarjeta de la tienda para ver cómo comprarla en los próximos días.
Me asombra la novedosa relación que tienen ciertos inmigrantes, colombianos, dominicanos, haitianos por sobre todo, con el consumo; específicamente con la ceremonia de la compra, con la liturgia de adquirir algo. Los he observado profundamente, tanto como para permitirme incluso, generalizar. Lo primero que me llama la atención es que no saben respetar un turno para comprar, digo «no saben» y no «no soportan», como cualquier chileno que se quiere avivar y saltar una fila para llegar antes a su casa; porque la conducta del inmigrante al respecto es más bien inocente y no premeditada. Hay veces que incluso se suben o bajan de un bus o del metro a los tumbos con los demás. Lo que al principio nosotros vimos como faltas de respeto, pero no, creo que es más bien, una manera casta, casi infantil de ser. Pero como digo, es una conducta inocente, no violenta. Ellos entran a un lugar y compran, independiente de si hay alguien antes, tal como en la naturaleza un recolector no respeta turnos a la hora de alimentarse. Me pregunto si lo que nosotros consideramos normal, a saber, que la persona que llegó antes a un lugar tiene un derecho preferencial al comprar solo por un asunto ligado al tiempo, para ellos no exista. ¿Quizás nosotros seamos muy gansos? ¿Muy quedados? ¿Echados en los huevos? ¿Por qué tendría que el tiempo dar un derecho particular y no el tono de voz, la seguridad al pedir, la rapidez u otras infinitas variables culturales? Tontamente para nosotros el tiempo significa un derecho, porque probablemente no hacemos otra cosa que vendérselo al capitalista, al empresario. Al milagro neoliberal. A la déspota copia feliz del edén que les vendieron (a ellos ahora, a nosotros por décadas) en los paquetes de Latam y sus variables aéreas nefastas. En el fondo eso es el salario. Nuestro tiempo.
Lo segundo tiene que ver con nuestra idiosincrasia con respecto a la excelencia de los productos, pero a la inversa. Pondré un ejemplo. Una de las razones del éxito en Chile de la marca «Fruna», es haber creado para cada producto de una marca oficial, un doble de menor costo económico. Así la Coca cola, el helado fino de Savory, el suave chocolate Nestlé, tienen sus símiles en Fruna a un costo considerablemente menor. El chileno más pobre los abraza sin ningún complejo, incluso puede fidelizarse a la marca. El amigo inmigrante, por el contrario, no tolera el «concepto Fruna», y por una pura inocencia o fantasía capitalista, cree poder siempre acceder a los productos de excelencia. Muy pocas veces (por un misterio indescifrable) y a pesar de que la mayoría solo gana el salario básico, lo logran, sino, siguen insistiendo. Esto es como si nosotros fuésemos al supermercado con mil pesos y exigiéramos comprar jamón serrano, y no porque no tengamos conciencia del valor del dinero (eso se aprende en un par de meses) sino porque estamos totalmente convencidos internamente que merecemos comer jamón serrano con mil pesos y no mortadela, como la matemática más básica lamentablemente lo impugna. El tiempo y la simbología de los productos son dos conceptos que, probablemente, nos separan milenariamente, por ejemplo, de los haitianos, y por esto mismo es que nos sentimos fascinados al observarlos cuando compran. Porque no hay microscopio más fidedigno para nuestra conducta etnológica de hoy, que observar en todas sus versiones al «antropos» consumiendo…
Volviendo al barrio, que bien podría ser cualquier barrio, podemos ver a nuestros amigos inmigrantes viviendo sus religiones a concho, por ejemplo, el cristianismo de los dominicanos y peruanos, puro, musical, sin grandes aspavientos de proselitismo ni voluntad de verdad, tan típicos de los que conocemos acá. Ellos solo parecen predicar con su propia vida. «Puedes pagar por el agua, por la comida» -me dijo una señora de origen colombiano. Pero por el aire no, solo debes respirar… y ahí está Dios». Esa tremenda frase me recuerda a los campesinos rusos del tiempo de Tolstoi, los Mujik, que solo por el hecho de vivir como lo hacían, le enseñaron al escritor la respuesta existencial que no encontró ni en la literatura, ni en la gloria ni en el conocimiento, tormentos que casi lo llevan al suicidio. Así es justamente el desenlace de ese bello libro de Tolstoi llamado «Confesión», donde el ruso da la vuelta al mundo cargando la angustia de su existencia, que ya era famosa, que ya tenía muchas comodidades y que ya había leído todo, sin embargo, ninguna de estas cosas parecía darle una justificación. Ese «solo debes respirar y ahí está dios», esa matinal metáfora aérea que me dio la señora esa, a Tolstoi le hubiese parecido maravillosa y de seguro la consideraría la única sabiduría posible para dar un verdadero sentido a la vida…
He tomado muchas notas sobre inmigrantes que viven en las poblaciones de los márgenes de la capital. Son bastante desconfiados (razones tendrán de sobra) pero a su vez muy exquisitos en la cocina, incluso algunos, a pesar de su pobreza. Se decantan por marcas precisas de arroz, bebidas, mantequilla u hojas de afeitar y no aceptan alternativas. Por ende, en el ámbito del marketing son clientes duros. Esto lo digo por los peruanos que bien sabemos tienen una de las mejores cocinas del planeta. Ellos parecieran estar ajenos a la alegría innata, por ejemplo, del inmigrante colombiano. Los peruanos ríen poco o nada en público. Son más bien serios y conviven la mayoría de las veces entre ellos, no sin antes llevarse un par de jabas de cerveza para refrescar las tardes de domingo. No sé cómo tomar esto, si a la orden del mandato moderno homogenizante, «todos somos humanos», que en su aparente respeto por todo olvida las costumbres, las etnias, la antropología, o entenderlos a cada cual en su comunidad, en sus mitos, asombrarse con su fisiología. Contemplar la talla del hombre africano milenario, que fue noble en su tribu y que ahora vaga empobrecido y convertido en un don nadie por la modernidad, limpiando baños, acarreando Coca Colas, barriendo centros comerciales, atendiendo bencineras en la madrugada.
Recuerdo leer que Rimbaud instalado ya en Harar, era muy amable con sus pares africanos, aunque no dejaba su visión paternalista propio del Europeo de su siglo. A veces salía a excursión y señalaba la brutalidad de esos africanos que, en días fríos y lluviosos, no se cuidaban y se llenaban de enfermedades respiratorias. Rimbaud en muchos casos les pasaba su propia ropa para que ellos se abrigaran y él llegaba a casa casi desnudo, refunfuñando por la brutalidad contemplada. Sin embargo Rimbaud rechazó su Europa blanca, sus antepasados galos, los ojos celestes.
A veces creo que los inmigrantes están atrapados entre nosotros, «racionales» marionetas industriales de la nada. Me acuerdo con ellos de esa bella frase de Lévi-Strauss, en «Tristes Trópicos»:
«Testimonio privilegiado de cómo naufragan las culturas, quizás el etnólogo entienda, con esa incómoda conciencia, la dimensión real de su suerte y de su miseria: la de ser uno de los últimos en ver y palpar ese tesoro inmenso que es la diferencia, un tesoro que no supo merecer Occidente, esa playa, no menos triste, a donde llegan a morir los dioses. La antropología no es sólo una ciencia: es también un estado de ánimo…»