Especial Inmigrantes: Una fiesta haitiana en el corazón de La Reina
Los ritmos y el baile abundan, al igual que la comida o las sonrisas. Durante una noche las barreras idiomáticas, de color o de estilo, y de los dolores de la vida diaria se caen y abren un espacio de convivencia. Se trata de un cumpleaños donde un pedacito de Haití fue trasplantado a una calle del oriente de Santiago.
Foto y texto: Jorge López Orozco.
A Tilus Paswaldo sólo se le ve la sonrisa bajo el gorro pescador que cubre gran parte de su cabeza. En un cuarto en penumbras su cuerpo se mueve al ritmo del konpa, música haitiana que resulta tan hipnótica como los precisos movimientos del solitario bailarín. Una treintena de personas lo observamos con la boca abierta, mientras que varios gritos en creole lo animan a seguir.
Estamos en la calle La Forja, en las proximidades de villa La Reina, sector oriente de Santiago. Este barrio, de corte más popular y ligado al narcotráfico, se ha convertido en el hogar de un millar de haitianos que han llegado desde hace unos cinco años a Santiago en búsqueda de una mejor calidad de vida en comparación a las condiciones en la isla caribeña que, desde hace décadas, se ubica entre las más pobres y desiguales de la región.
La migración hacia Chile es un fenómeno político y social que ha renovado la imagen de nuestras calles y de la sociedad en general durante la última década. Sin embargo, es la presencia de los haitianos la que más ha llamado la atención. Pocas veces en la historia chilena las pieles negras habían convivido tan cerca de una nación acostumbrada a admirar a los «gringos» y endiosar a lo rubio.
La música se escucha desde
las afueras de la sencilla casita ubicada al interior de un taller
mecánico, donde Jonás Aloute trabaja. Cumple 27 años, cinco de ellos
vividos en Chile, y lo celebra con todos sus amigos. Completamente
vestido de blanco, con algunas cadenas en su cuello y un reloj digital
estilo «Google» en la muñeca, Jonás habla un perfecto español y se
desvive atendiendo a su gente: hay chilenos -entre ellos Tamara, su
novia desde marzo-, bolivianos y una mayoría de hombres jóvenes
haitianos.
Una película con pocos subtítulos
A pesar de que la migración ha sido estigmatizada con valores referidos a la pobreza, falta de oportunidades, hacinamiento o injusticias sociales, existe otra cara de la moneda menos visualizada con una potente escena que se desconoce y oculta. Muestras culturales, actividades sociales, enseñanza de creole-español, medidas de apoyo y cooperación con los recién llegados y un largo etcétera que se va desenmarañando mucho mejor mediante conversaciones con una cerveza en mano. ¿Cómo son las fiestas haitianas? Felices. Como en general deben ser todas las fiestas alrededor del mundo.
A la de Jonás llegamos mediante la invitación de su hermano mayor, Jemps Aloute, dirigente de OPIHCH, asociación que promueve la integración de los haitianos que viven en la comuna de La Reina. El año 2013, Jemps y sus hermanos tuvieron que dejar su isla por las constantes amenazas que sufrían por parte de la mafia haitiana. Hoy trabaja como maestro pizzero de un reconocido restaurante cercano y tiene dos hijos: el menor con una chilena y otro nacido en Haití y que ahora vive en Chile y que aparece en el perfil de Facebook del dirigente, ataviado como mapuche y besando a su padre.
La comunidad de La Reina es pequeña y los lazos de unión entre los asistentes de la fiesta son fuertes y evidentes. Son familiares, parejas, amigos o amigos de amigos. O «primos», que es la forma usual en que se tratan, lo sean o no efectivamente. Hay muchas nikes, adidas y celulares de alto rango. Visten sencillamente, pero combinados. Tienen estilo y lo saben.
En la fiesta el creole manda
-lenguaje que mixtura francés e idiomas africanos- y cuando se les
escucha hablar rápidamente, pareciera una inmersión dentro de una
película del cine-arte Normandie o de un documental del NatGeo. Es
difícil entender algo, pero los subtítulos no son necesarios. Los
haitianos, siempre deferentes, hablan en español con los chilenos de una
manera inclusiva. Su capacidad de expresión en castellano tiene una
referencia directa con el tiempo que llevan acá: los que hablan menos
llevan casi un año, en tanto los que llevan más de dos años contestan
rápidamente con un «sí, poh».
La campeona de cueca
La música va cambiando dependiendo quién conecta primero el Bluetooth del celular al parlante inalámbrico. El efímero DJ puede motivar a los asistentes, recibir abucheos por sus elecciones o risas burlonas cuando suena el pitido clásico con que el móvil indica su poca batería. Suena el «rabòday», un ritmo electrónico y caribeño muy prendido, que agarró fama luego del mega terremoto que destrozó a la isla el 2010. Las caderas presentes se mueven solas.
Jesy, de 11 años, usa la pista de baile a sus anchas. Se sacude y retuerce con la gracia de los bailarines de MTV, mientras todos nos reímos y aplaudimos su virtuoso talento. Sus movimientos contagian a Slayky, su hermano mayor y entre ambos arman una improvisada batalla de baile. Los gritos de todos celebran sus atrevidos finales que recuerdan a esas películas gringas de hiphop con bandas disputándose el territorio a punta de pasos de baile.
Maikelson,
que trabaja como repartidor de comida de mascotas, cuenta que Jesy
salió tercera en el campeonato de cueca de la comuna, mientras la niña
sonríe con las felicitaciones. A fin de cuentas, ella lleva seis años en
Chile. Es mas de acá, que de allá. El intercambio cultural, este gran
«cross-over» binacional, llega a la cima cuando aparece Jonson, con
vibrantes zapatillas amarillas, un pañuelo con la bandera haitiana
estampada cubriendo su cabeza y una camiseta con el escudo de
«Colo-Colo». Lleva ocho meses en Chile.
Comer, beber, amar
El corazón -o el estómago- de la fiesta lo compone la comida. Hay mucha y para todos, gentileza del afán trabajador y cocinero de la hermana del festejado, Veturie, la tercera del clan Aloute que está en Santiago. Compartir los alimentos y que todos queden satisfechos es algo fundamental en la cultura haitiana. Nadie pregunta qué trajimos para compartir o si se tiene hambre, los platos compuestos de banana, papas y pollo frito, además de ensaladas picantes con pickles y tallarines con salsa morada, van de mano en mano. Hay abundancia y eso es algo que alegra el alma pensando en que, precisamente, su escasez ha sido tema central de las injustas condiciones de vida en Haití.
Es una comida simple y generosa. Nadie queda fuera de la mesa y todos comen y al mismo tiempo de manera democrática. Durante toda la duración de la fiesta la cocina está prendida y algo se fríe. Sorprende lo picante que es la comida, comparada con las preparaciones nacionales. En los parlantes suena un reggaetón en creole y, al mismo tiempo, un enorme trasero de mujer aparece en la cocina bailando desenfadado como si tuviera vida propia.
Resuenan los «salud», casi todos con
cervezas o con ron-cola, que se multiplican a medida que llega la
medianoche. Aparecen más invitados: algunas chicas chilenas buscando
pololo foráneo, vecinos de la pobla con cadenas hip-hop en el cuello y
más haitianos sonrientes. En medio de la muchedumbre aparece una torta
llena de velas y el cumpleaños feliz se entona en francés primero y
luego en español. Un apretado abrazo entre la pareja binacional de
Tamara y Jonás, emociona el ambiente. «¡Qué la muerda!», grita alguien
anónimamente. Medio segundo después Jonás tiene la cara llena de torta.
El factor Beausejour
Jeeme, de 30 años, labora como eléctrico y se le está haciendo tarde para irse a dormir. Al día siguiente debe levantarse bien temprano para hacer instalaciones de una gran empresa en que trabaja, mayoritariamente, con venezolanos. A su lado está Hyson, un abogado treinteañero que no encuentra un trabajo que lo haga feliz, e Yvenson, de 25 años, que habla fluidamente español, aunque lleva pocos meses en la ciudad.
Yvenson es director de cine, ha vivido en Noruega, sabe cuatro idiomas y tiene una sonrisa con los dientes más blancos que comercial de Colgate. El trío cree que mi pareja es ecuatoriana y que yo vengo de Norteamérica. «Soy mapuche», les digo. La palabra «Beausejour», suena en sus explicaciones en creole. El jugador de la Universidad de Chile es una especie de embajador no tradicional a la hora de entendernos. Un comodín.
Como si fuera un hostal de mochileros ubicado en cualquier país del mundo, la conversación fluye entre risas compartidas y payaseos, hasta llegar a las honduras sobre «quién es el otro». No hay diferencias de color, origen o estratos sociales en una intensa tertulia que pasa del inglés, al francés, luego al español, y viceversa. Diálogos que son traducidos con el fin de que todos entendamos todo. Mímica incluida.
La charla revela esperanzas en el futuro y
también profundos dolores. El racismo es un gran tema y hiere. No
entienden, por ejemplo, que las mujeres se paren de los asientos del
Transantiago cuando ellos se sientan al lado. No comprenden por qué les
cobran más caro al arrendar casa por ser negros. No logran captar por
qué dominicanos y colombianos que tienen la piel de su mismo color, no
sufren tanta discriminación como los haitianos. Menos porque estando
sumamente calificados, siendo profesionales y con nuevas visiones e
ideas, están subyugados a empleos en que todo este talento es perdido.
Todos estos factores han provocado que Yvenson quiera hacer una película
sobre la discriminación en Chile y lo hará sólo con voluntarios.
Necesita mostrar lo que ellos viven.
Somos racistas los chilenos. Eso
queda en claro. Antes de irse agradecen y felicitan, con abrazos e
intercambios de números whatsapp’s.
Un nuevo Chile
Guste o no, hay un nuevo Chile. Uno con gente que no nació acá pero que ha elegido este sitio en el cono sur como su hogar. Guste o no, hay nuevos chilenos con más colores, sexualidades, religiones, orígenes, idiomas y costumbres de las que tuvo el antiguo Chile durante 450 años. Época que no fue carente de notables migraciones como las croatas, alemanas, coreanas, libanesas o palestinas, quienes movieron un poco más el mapa genético compuesto, mayoritariamente, por la unión de mapuches y españoles. La nacionalidad, aunque les duela a los más puristas, es un concepto y una evolución biológica en cambio constante.
Las fiestas, en tanto, son patrimonio de la humanidad desde sus inicios. Esta innata capacidad de celebrar para exorcizar los demonios de la vida diaria, el dolor, las incomprensiones o las pequeñas victorias, atrae a una diversidad de personas que no necesariamente tienen una relación profunda con un país o causa. Las fiestas son una invitación. Un factor de unión para disfrutar con otro sin más motivos que compartir un momento, un baile o un brindis. Y eso lo hacen sumamente bien nuestros hermanos afro: transmutar las penas en felicidad.
Al despedirnos suena «Despacito», el repetidísimo hit de Luis Fonsi con Daddy Yankee, pero en versión creole y, la verdad, se escucha bastante mejor que el trillado original. En tanto, en el oscuro living-comedor, Tilus Paswaldo vuelve a ser el centro de las miradas con su baile solitario y feliz. Completamente libre y estiloso, su sonrisa surge como un albo relámpago bajo el gorro pescador y se transforma en la gran postal de despedida de nuestra primera fiesta haitiana.
«Esto no es nada, cada mes arrendamos un local que está en Príncipe de Gales, esas sí que son fiestas. Ponemos muchas luces, un buen DJ y va todo el mundo con sus mejores tenidas. Esta fiesta de cumpleaños es más sencilla, como celebramos en familia en Haití, es lo mismo», cuenta Maikelson, quien aparte de vender comida de mascotas, organiza esos mega eventos.
«El próximo mes, te aviso y te invitamos», remata. Aunque no lo sepa, estoy descontando los días que faltan.