La esperanza, el último refugio
Un refugiado sirio en Chile cuenta cómo llegó hasta el país, escapando de una guerra que ya va por los ocho años y parece no terminar. Un viajero del mundo que aún espera poder regresar a su país junto a su familia, la que actualmente vive en Venezuela.
Por Fernando Santibáñez. / Fotos: Rudy Muñoz
En el antiguo televisor de 21 pulgadas, de esos que no se pueden colgar en la pared, se ve y se escucha nítidamente cómo el Huracán Florence amenaza la costa de Estados Unidos, y de cómo en Barcelona celebran el día nacional de Cataluña. «Acá no se sabe nada de lo que pasa en Siria», dice, en un correctísimo español, Wassil Abohamad de 44 años, en su habitación ubicada sobre un viejo galpón en el que oficia de cuidador en la comuna de Estación Central en Santiago.
Wassil nació en El Líbano hace 44 años, mientras sus padres, Sirios, trabajaban en aquel país fronterizo. A los pocos meses regresaron a su tierra natal, específicamente a As-Suwayda, un poblado al sur de Siria donde la mayoría de sus habitantes son drusos, religión que profesa Abohamad.
Mientras conversamos de la vida y el camino que lo trajo hasta Chile, Wassil fuma seis cigarrillos. Su único vicio, dice. «Allá sólo bebemos alcohol el día 31 (de diciembre), y si alguien es pillado fumando marihuana en las calles se va preso por muchos años», cuenta este refugiado sirio, uno de los casi seis millones que deambulan por el mundo, según los datos de la Agencia de la ONU para los Refugiados, ACNUR.
No podía dejar de preguntarle por el consumo de drogas y alcohol en un país tan distinto al suyo como es Chile. No las avala, dice que las drogas son malas, pero no es algo que le preocupe ni que imponga. Ha conocido gente que fuma marihuana en Chile. «Yo nunca la he probado y ya no lo hice», afirma. Sí valora la libertad y asume que es problema de cada quien consumirla.
Para entender cómo es que este padre de tres hijas abandonó Siria en busca de una nueva vida a más de 13 mil kilómetros de su hogar hay que explicar que desde 2011 el gobierno de Bashar Al Asad y diveros grupos de civiles de la población del país se enfrentan en una guerra civil en las que se dividen por zonas geográficas y religiones. Un conflicto que se define como la mayor crisis humanitaria de la actualidad.
Estados Unidos y Rusia, además de Francia y el Reino Unido han puesto sus narices en esta guerra de poder. Irán y otros países árabes también mantienen el control de algunas zonas. El Estado Islámico ha perdido fuerza durante los últimos años quedando relegados.
Toda esta situación ha provocado una ola migratoria extendida por buena parte de los países fronterizos de Siria, como el Líbano, Jordania y Turquía, donde el grueso de los que han logrado escapar de la guerra se ha quedado. Otros tantos han llegado a Europa, y unos pocos han cruzado el atlántico para establecerse en América del Sur.
Para vivir en Santiago tuvieron que pasar cerca de 18 meses desde que hace 4 años abandonó Siria. Cruzó hasta El Líbano y de allí tuvo que tomar un vuelo que le permitiera escapar. Escapar de una realidad dura en la que su única preocupación era mantener a salvo su hogar con tres hijas a cuestas. Ellas se tuvieron que quedar, era más seguro para él buscar un nuevo horizonte y desde allí encontrar la manera de reencontrarse con sus hijas. Su mujer, de la que se divorció hace varios años se quedaría con ellas.
Venezuela, otra crisis
Wassil llevaba cinco años trabajando en una empresa de fabricación de cerámicas en El Líbano cuando tuvo que enrolarse en el ejército sirio para hacer su servicio militar obligatorio. Tenía 20 años y ya estaba casado con la madre de sus hijas. Luego de cumplir con lo que le pedían, trabajó durante siete años en la armada de su país. En el intertanto perdió a un hijo, algo que aún recuerda con dolor.
El resto de sus años en Siria los pasó trabajando vendiendo verduras en su camión. Lo que le permitió llevar una vida tranquila y cómoda, sin grandes lujos pero en la que valoriza mucho el trabajo, según sus propias palabras. «Uno solo quiere trabajar, tener sus tierras y poder sembrar, algo que acá en Chile no puedo hacer, porque no tengo nada», explica, con un dejo de añoranza que se refleja en su mirada.
Sus últimos meses, antes de dar el gran paso de escapar, los pasó durmiendo en el techo de su casa en As-Suwayda. En el día no pasaba nada, cuenta. Pero durante las noches podía llegar alguien armado, de cualquier bando, y arrasar con los habitantes de las casas que encontrara. Con ese temor no se podía vivir. Y decidió vivir fuera, a pesar de lo que tenía y del amor por su tierra.
Desde El Líbano tomó un vuelo con escalas hasta Caracas. Allí tenía la esperanza de encontrarse con parte de la comunidad siria, sus paisanos. No fue difícil establecerse allí con los contactos de algunos sirios residentes en la República bolivariana. Con el dinero que tenía compró un auto y arrendó un departamento. Trabajó en el comercio.
La hiperinflación y los conflictos internos venezolanos lo dejaron sin trabajo y con muy poco que hacer. Los nueve meses que pudo estar ahí ya lo tenían hablando un español bastante mejorado y claro, por lo que decidió continuar su camino en tierras sudamericanas. «Me contacté con mi hermano que ya llevaba un año en Ecuador, allí trabajé cuatro meses en una camaronera, pero se acabó el trabajo y tuve que buscar otro lugar», relata Wassil mientras bebe un té con cuatro cucharadas de azúcar.
Chile: El nuevo sueño americano
Wassil debe rebuscárselas para vivir en Santiago. Tiene un trabajo como cuidador de este galpón por sobre donde está su pieza, una cocina, un baño y otra habitación que ahora está vacía. Mientras conversamos, Wassil se levanta después de que ambos esbozamos una sonrisa al escuchar a sus dos gatas gruñir, en ese estado de posición característico previo a lo que pareciera ser una pelea épica felina. Las separa.
Son sus compañeras de casa, su familia, que además la compone un perro mediano del que se pueden inferir varios ascendentes de múltiples rasgos caninos. Un quiltro chileno. Fiel y juguetón que se lanza a morder las manos suavemente cada vez que se las muestras mientras salta. «Un carro le dio acá atrás hace unos días», señala mostrando el lomo del animal, con su pelo evidentemente más corto en un sector entre su columna y patas traseras.
Un bombero del servicentro que está al lado de su casa le avisó cuando lo atropellaron. No tiene muchos amigos, pero se entiende con estos vecinos. «Acá puedo pasar unas 8 o 9 horas encerrado, algo que en Siria no hacía, siempre tenía algo que hacer», me responde cuando le pregunto si sale a divertirse o si mantiene contacto con otras personas.
Y es que en Chile tiene a su hermano con el que se vino desde Ecuador y con el que vivió por un año en el barrio Bellavista. Pero a nadie más, de su familia, al menos. La Sociedad de beneficiencia siria, por medio de la embajada siria en Chile fue la que contactó a Wassil y la que hace un año le entregó el lugar donde vive actualmente para que lo cuide.
Para eso tuvo que pasar los primeros cuatro meses en Chile en Iquique, lugar al que llegó por la frontera boliviana, con solo la visa de turista venezolana vencida como único papel, además de su pasaporte, que le permitía hacer trámites legales.
Pero fue difícil comenzar. Apenas piso tierras chilenas, luego de 3 días en el que el dinero ya se había acabado, mientras alojaba en el terminal de buses le robaron la cartera con sus documentos. Nunca más los recuperó. Gracias al contacto de un compañero venezolano con el que viajaba junto a su hermano, pudo establecerse durante cuatro meses en un albergue iquiqueño. Fue la primera ayuda y el primer impulso en un país totalmente nuevo y del que nada sabía.
«Pasamos cuatro o cinco meses trabajando con mi hermano y comencé a contactarme con la embajada siria para ver si nos podían ayudar, pero estaba en Santiago, bien lejos de Iquique», recuerda Wassil. Le dijeron que no se preocupara por el trabajo, pero debía radicarse en la capital para que lo pudieran ayudar. Así viajó durante 24 horas en bus hasta Santiago.
Cada cierto tiempo durante la conversación que sostenemos, Wassil toma su celular, y me muestra videos en Facebook donde se puede ver la destrucción que ha dejado la guerra en su país. Son imágenes desconsoladoras. Muerte, armas, todos contra todos, incluso niños separados de sus padres. Nada de eso está presente en el inconsciente colectivo chileno. No tenemos idea de la cantidad de atrocidades que ocurren al otro lado del mundo.
La crisis es transversal para los sirios. En julio, su región sufrió una serie de ataques terroristas perpetrados por el Estado Islámico que dejó más de 300 muertos. «Nosotros somos una minoría y decidimos como pueblo no tomar partido por nadie», señala.
Hace pocos meses, sus hijas llegaron a Sudamérica junto a su madre. Están instaladas en Caracas, pero no mantiene comunicación con ellas por problemas que no quiere relatar. Sin embargo, está más cerca que antes de ellas. Aún mantiene la esperanza de reunirse con su familia. «Lo más difícil es estar lejos de mis hijas, pienso en ellas cada día», se lamenta.
Salir a recorrer la Estación Central y el centro de Santiago es de sus panoramas favoritos. Además trata de comerciar algunos productos para tener algo de dinero para vivir tranquilo en Chile. De a poco se acostumbra a los chilenos, dice.
«En Ecuador todos decían que había que irse a Chile», afirma Wassil para explicar el por qué decidió llegar hasta este rincón de Sudamérica. Y es evidente que en los últimos años Chile se convirtió en el nuevo sueño americano de migrantes, pero de refugiados sabemos muy poco.
«Acá está lleno de colombianos, venezolanos, o sea que Chile está súper bien para venir a trabajar, es el mejor país de este lado», concluye Abohamad. Aunque no se ve viviendo su vejez tan lejos de su tierra.
«Yo ya tengo 44 años, de qué voy a poder vivir después de los 50 años, no tengo tierras para sembrar, ni mi casa, allá en Siria tengo todo eso», me dice cuando le consulto por sus proyecciones. Para Wassil, la esperanza radica en que el conflicto en su país termine de una vez.
Mientras tanto, mira por la ventana de su habitación que da hacia el oriente. Más allá de la cordillera, a 13 mil kilómetros de este lugar, entre balas, gritos de auxilio, conflictos religiosos, políticos y económicos, millones de sirios aún quedan en esas tierras, con la incertidumbre de si amanecerán vivos o muertos.
«Allá tengo todo», repite, Wassil, con la secreta esperanza de que en algún momento pueda tomar un avión y regresar, mientras se consume el último de los cigarrillos. Me explica que la industria tabacalera de allá no fabrica cigarrillos tan tóxicos. «No mata tanto como los de acá», me cuenta, mientras pienso en el costo de esto: una guerra que además de quitar vidas, mata poco a poco la esperanza. Wassil se queda en su pieza. Su refugio.