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Eleodoro Sanhueza El «reportero del crimen» de la Patagonia

Llegado hace más de dos décadas a Coyhaique, fue aquí donde este profesor de Educación Física le dio rienda suelta a un amor de juventud: la escritura. De la poesía inicial, se reinventó investigando una serie de supuestos suicidios que azotaron a la región a comienzos del nuevo siglo: el Caso Aysén. ¿Asesinatos, drogas, mala suerte? Eleodoro cuenta y calla, como los personajes de sus historias en un oscuro género policial.

Por Jorge López Orozco, desde Coyhaique.

Coyhaique es una de día y otra de noche. Con sol es perfectamente bella y cuando oscurece el humo de las chimeneas que contaminan todo le dan un aura tenebrosa. Cambia radicalmente y es bien difícil para un afuerino dar con la tecla para comprenderla y, mucho menos, entender a ciencia cierta la identidad de los pobladores de una región que tiene poco más de un siglo de vida y que las costumbres gauchas y chilotas conviven en una simbiosis perfecta.

Eleodoro Sanhueza, de 45 años, les relata uno de sus libros a un curso de cincuenta adolescentes de primero medio del Mater Dei, donde esta dicotomía se hace evidente. Mientras Eleodoro -«Leo»-, cuenta la tremenda historia en que se basó su primera novela, los jóvenes cuchichean y ven sus teléfonos. «Almas en el Río», relata la docena de misteriosos suicidios ocurridos hace casi veinte años en el pueblito de Puerto Aysén.

Cuando va en lo mejor el relato, como hábil narrador, su voz se detiene en seco: «El resto lo tendrán que leer del libro». Se escucha un abucheo generalizado. Un instante después se levantan diez manos para preguntar. Hay interés evidente y las dudas florecen: «¿Usted es el protagonista?, ¿cuánta gente murió?, ¿de verdad pasó todo eso?, ¿se pueden reabrir los casos?». Después de las respuestas, como un desconocido rock star, Leo termina firmando libros originales y fotocopias del mismo.

Un viaje desde la Araucanía profunda.

Eleodoro tiene una marca sobre el labio que parece una quemada feroz. Le da carácter a su rostro. Dice que fue un grano de nacimiento que creció demasiado y que los médicos se ensañaron extirpándolo. Con un hijo en la universidad y una compañera hace 23 años, se ha transformado en una de las referencias literarias más destacadas de la región. De hecho su trabajo es lectura obligatoria en los colegios locales.

«Cuando llegué acá, lo primero que me llamó la atención es que eran todos más blancos, yo venía de la región de la Araucanía», y se ríe con este recuerdo. «Lo otro interesante que vi es que la gente era feliz en un ambiente súper adverso. Me di cuenta también que nadie era de acá. Mi mejor amigo era de Antofagasta o en Río Verde, el abuelo de una amiga era de Temuco. La gente llega a esta región y se olvida inmediatamente de allá. Ya eran de acá y era, en ese tiempo, difícil salir de la región. A mí me cuesta salir de acá, tú te das cuenta que este lugar atrae», relata el escritor, convirtiendo a la palabra «acá», en sinónimo de todo Aysén.

Leo nació en un pueblo de los que nadie conoce: Nehuentué, en el delta de los ríos Imperial y Moncul. «Hogar de cochayuyeros y lobos de mar», reconoce. Su infancia fue pobre, en una villa aún más pobre. Sus padres se dedicaban a las machas, la pesca, trabajar en un fundo y criar chanchos. Pura subsistencia. En Nehuentué se llegaba a octavo básico con suerte y era mito local una mujer que, dicen, había entrado a la universidad.

De niño sus primeros textos escolares los leía y releía hasta saberlos de memoria. No había plata para más. En la educación media, en Carahue, recitaba versos completos del Mío Cid, gracias a las lecturas obligatorias. A los 17 se convirtió en mito local: había entrado a la universidad de la Frontera. Como le gustaba correr, se metió en Educación Física. Pero lo que más le llamó la atención del lugar fue la posibilidad de entrar la enorme Biblioteca de la UFRO y poder llevarse los libros que quisiera. Esa fue la semilla del escritor que vendría.

La trama de la oscuridad patagónica

Casi en el mismo tiempo que Leo se graduaba como maestro de Educación Física y decidía, junto a su pareja, probar suerte en Coyhaique, ocurría uno de esos cambios inesperados, esa bipolaridad latente que se puede ver en la región.

Entre 1997 y el 2002, doce ayseninos entre 20 y 30 años murieron en extrañas circunstancias. Sus nombres eran: Víctor Barría Mardones, Pablo Andrés Mansilla, Martín Vargas Villegas, Yenny Yeffi Calderón, Leandro Morales Pérez, Juan Carlos Machuca Loaiza, Sergio Oyarzo Paredes, Richard Herrera Hernández, Juvenal Barría Oyarzo, Deny Ojeda Levicoy, Víctor Díaz Nahuelquin, Paulina Gómez Gómez y Roberto Lagos Flores.

Había un denominador común: apariciones de cuerpos en las aguas del río Aysén. El juez Carlos Klapp, siempre destacado por sus pares por su labor judicial, fue el encargado de hacer las investigaciones. Las resoluciones del magistrado indicaron que cada caso individual era, indefectiblemente suicidio. Los rumores y el sentido común de la comunidad no daban crédito a las diligencias. Se habló de narcotráfico, ajustes de cuentas y prostitución en que estaban metidos militares, policías y políticos. En noviembre del 2001, todo se transformó en una pesadilla para los familiares de los jóvenes muertos, cuando se filtraron fotos de Klapp desnudo, borracho y drogado, en cama entre dos prostitutas locales que dejaron en cero la credibilidad de la investigación.

Se asignó una ministra en visita: Sonia Araneda, la misma que poco antes decía que el puente Ibáñez, que une las dos riberas de Puerto Aysén y punto recurrentemente nombrado en el caso, ejercía «una influencia maligna» sobre los jóvenes. El 2002 tres incendios intencionales en un año, acaban con los archivos de la Corte de Coyhaique. Un año después, Araneda cierra las investigaciones una a una: se determina el suicidio en todas.

No hubo culpables. Un «testigo clave», terminó 15 años preso por perjurio. Sólo quedó el abandono de las causas, el rumor social y una nube negra sobre Puerto Aysén.

Metiendo las patas al barro

Cuesta entender que un lugar tan prístino y lleno de unión con el entorno natural, sea escenario en que transitan sombras tan oscuras. Pero no fue la primera vez. Hay una historia antigua de un gaucho patagónico que enlazó a un niño como a un cordero, lo mató y pretendía comérselo asado cuando lo descubrieron. También hay historias muy recientes, como el horrible caso de sadismo en contra de Nabila Riffo.

«Yo creo que pasa porque acá todo está alejado, hay libertad para hacer lo que uno quiera, porque en el fondo aún, en el 2018, tú pescas algún medio de transporte y en un rato estás solo. Y no está la libertad solamente de espacio, sino también la de tener tiempo para elucubrar, para pasarse rollos y jugar un poco, porque pese a que son crueles, quienes las hacen deben haber sentido que igual era un juego», reflexiona Leo mientras bebemos una cerveza con vista al cerro McKay.

Este macabro «juego» fue tema nacional que causó conmoción, en que se metió la iglesia católica y viajó la prensa de TV con toda su parafernalia, en tiempos que internet no pensaba ser masiva. En esa misma época, Eleodoro escribía poesía, se juntaba con otros nóveles bates y juntos escribían, tomaban vino, se fumaban algún pito, se leían y criticaban. Pero la poesía, a pesar de algún premio ocasional, no era lo suyo.

Descubrió una veta narrativa y el caso Aysén, envolvente, lleno de incertezas y rumores, se convirtió en su inspiración para relatar una historia que parecía olvidada. Así lo relata en su primer libro «Almas en el Río»: «Los comentarios se escucharon como olas del mar rompiendo en las rocas. Una negra energía capaz de producir muertes se apoderó de los días. Los murmullos sonaron en la esquina y en la mesa. El tema se volvió recurrente, como una sombra que erizaba los miedos. Y cuando la lluvia de nuevo se dejó caer como una burla malévola, sucedió que en los remansos de ríos, entre húmedos mallines y playas solitarias, el suelo se fue pintando de cuerpos sin vida. Y dijeron que las noches se convirtieron en un gran aullido, un rugir de vientos negros sobre el techo de la vida aysenina».

La trama de las dos obras iniciales de Sanhueza, que las denomina de «thriller rural», hacen referencia directa a las muertes de los jóvenes. A pesar de no ser reportero, su exhaustiva investigación ha sido motivo de estudios y tesis en universidades chilenas. Su obra, a pesar de tener personajes y nombres ficticios, es tan seria que su prólogo fue hecho por la Premio Nacional de Periodismo y catedrática Faride Zerán. La forma en que combina realidad y creación propia, es muy similar a como trabajan exitosas series de Netflix como «Narcos». El libro, de hecho, se puede googlear fácilmente para verificar si las informaciones son fidedignas. Y lo son. Su protagonista, Benito Foisy, que deambula entre el miedo que lo persigan, casas de putas en las que busca pistas y reuniones recurrentes con el obispo de la región, hacen creer que Benito es, en realidad, Leo. Pero no.

La (de)construcción de la realidad

La verdad y la narración se unen en este universo literario. Tal como en la vida real, en que los hechos poco claros y los rumores masificados, su libro ha dado a luz una especie de post-verdad: «Yo siento que a veces lo que me está contando la gente no es necesariamente la realidad, es lo que sintió y es lo que vivió. Si me preguntan si creo fehacientemente en la historia que estoy contando, ¡no la creo! No estoy contando lo que yo creo, yo estoy contando lo que cree la gente. Intento recrear esa creencia con todos esos elementos, con todos sus personajes y todas sus situaciones».

Si tu literatura es un género mixto de ficción y realidad, ¿cuánto ha ayudado a preservar en la memoria hechos que fueron críticos en la región?

«Mis libros no ayudan todavía a liberarnos de la impunidad en que quedaron los casos. Pero han permitido al menos a no olvidar. Han permitido no olvidar que en algún momento sucedió «algo». Si bien es cierto que mis libros mantienen esas historias vivas y no ocultas, debo hacer mi propio mea culpa: tengo elementos como para escribir la historia verdadera. De hecho, la tengo escrita con citas desde enero del 2001 hasta diciembre del 2004, mes a mes, con lo que salía en los diarios, con lo que decían tales personas».

¿No sientes qué es un deber hacerlo?

«Sí poh. Siento que es un deber. Hay gente que quiere que escribamos un guión. De la forma que la tengo redactada, esta historia está muy buena… y me pregunto ¿por qué no escribí mi libro así?».

Estás preparando tu tercer libro que va referido al terrible caso de Nabila Riffo. ¿En esta investigación se repite esto de una reinvención de la realidad en base a mitos, a cosas que no se saben, historias a medio hacer?

«Sí, se repiten. Y construyo los personajes en base a ese tejido. Igual yo siempre voy a los expedientes policiales, partes judiciales, qué es lo que dijo el abogado, los fiscales, los testigos, cómo reaccionó la prensa. Pesco todo eso y voy tomando lo que me sirve y pongo a los personajes en disposición a esa historia. Me encuentro, finalmente, escribiendo una realidad que otros crearon y escribo mi propia visión».

Lo de Nabila, independiente de lo que quieras escribir, ¿qué ha producido en la sociedad local?

«Creo que se ha ocurrido la misma sensación que en el caso Aysén. Nuevamente estamos a un caso en que no se llega a la verdad, nuevamente la gente está dividida: unos piensan que hay culpable, otros que no, otros que no dicen la verdad. Nuevamente nos encontramos con negligencia policial y con una justicia que no quiere llegar a la verdad, sino terminar rápido un culpable».

Volviendo a lo de tus primeros libros y el caso Aysén, ¿tú piensas que tenía que ver todo con una mafia de drogas como se habla localmente? «Yo no creo que todos los casos de Aysén tengan que ver con drogas, hay tres muertes que tiene que ver con ello. Una cuarta con satanismo. Una quinta con abuso sexual y pedofilia. Una sexta, probablemente, con prostitución».

¿Cómo definirías a Puerto Aysén la locación de todo este fenómeno?

«Diría que es el lugar más hermoso de la región, pero lamentablemente con eventos que lo han oscurecido. Después de los sucesos de los que escribo, han ocurrido al menos dos situaciones más bien dramáticas, como Nataly Arias que desapareció y fue encontrada 52 días después envuelta en un plástico por un lugar que toda la gente había pasado. Ahí empieza a mezclarse todo ese mito urbano de personas que vieron que la sacaron envuelta en una alfombra, otras que vieron que la sacaron de un refrigerador por la forma en que estaba el cuerpo cuando la hallaron. Encuentran un culpable que costó que reconociera el delito y que había sido carabinero… El segundo caso es de María Vargas, con siete meses de embarazo, desaparece un día y termina siendo encontrada en el río siete meses después, con dos cortes en el abdomen, sin el feto».

Es como un juego, tal como decías. Un experimento medio nazi.

«Exactamente. Pero también pienso que puede ser un encadenamiento de sucesos desafortunados que no tienen relación unos con otros, que se van juntando y construyendo una historia y que precisamente eso aquí, con gente que toma mate y tiene un tiempo libre para conversar, terminan construyendo estas historias».

Entonces, ¿piensas que el mundo puede ser un caos en que los sucesos ocurren aleatoriamente y buscamos darle una significación?

«Sí, puede ser. Pero la gente sabe cosas y lo ocultan. Tal vez sabemos una porción ínfima de la verdad o quienes la saben, la ocultan, construyendo una nueva verdad. O saben mucho y tratan de simplificarlo para no estar metidos en weás. Acá se trata, en lo posible, de no estar metido en ninguna weá y si en Chile existe eso, acá eso está exacerbado».