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El Taj Mahal: Una lágrima en la mejilla del tiempo.

Una cúpula alba y enorme, recuerda una historia que honra al amor perdido y que desde hace casi cuatro siglos ha sido un imán para los viajeros del mundo. Tan famoso como la torre Eiffel o Machu Picchu, el Taj Mahal hay que visitarlo estando en India porque no existe foto que lo represente a cabalidad.

Son las 9 AM y la ciudad de Agra, en el estado de Uttar Pradesh, está despierta desde hace horas. Hay 35° Celsius de calor aplastante y sudoroso, mientras una larga fila de turistas internacionales enfrenta los pórticos que separan al mundo real de la gran atracción que conserva y le da renombre a esta urbe: el Taj Mahal.

Centenares de vendedores de agua, taxistas poco amistosos, guías que hablan en perfecto español (o el idioma que necesite hablarse) y niños mendigos, se arremolinan ante los foráneos viajeros que están premunidos de todo tipo de cámaras fotográficas y que esperan pacientes pagar de una de las entradas más caras de algún templo en India. Son cerca de 10 mil pesos chilenos, algo que alcanzaría para comer una semana en cualquier punto de este gigante país asiático.

El Taj Mahal es un objeto de fijación y la foto-trofeo ideal de una visita por India. Sus casi cuatro siglos de vida ha sido descrito por viajeros y escritores. Fue Rabindranath Tagore, uno de los poetas indios más famosos de todos los tiempos, quien inmortalizó la grandeza de este lugar, al definirla como: «una lágrima en la mejilla del tiempo».

El reino de la foto

La frase de Tagore se empieza a desentrañar y comprender tras pasar el primer pórtico y la revisión de bolsos en ochenteras máquinas de rayos X y la mirada vigilante de militares tan bigotudos como armados.

El calor hace sudar hasta a los mismos turistas indios que, en masa y premunidos de celulares modernísimos, fotografían todo y a todos sin césar. Tras pasar el portal de entrada, las ideas preconcebidas del Taj Mahal empiezan a caer: esa postal idílica en que se ve, sin contratiempos ni personas, el albo edificio, es sumamente difícil de lograr. La muchedumbre se arremolina, habla y se mueve como una marea por todos lados.

La cacería de fotos no se reduce a lo meramente patrimonial. Los gringos fotografían los coloridos y ochenteros looks de los indios; los locales piden selfies a los visitantes más rubios y los latinos somos los más raros y exóticos de todos. No es difícil terminar posando con bebés y familias completas, para algún recuerdo made in India.

Vista decenas de veces en fotografías de revistas y en programas de televisión, el blanco edificio del Taj Mahal, que aparece tras cruzar un primer edificio en penumbras, impacta mucho más allá de lo que originalmente uno hubiera estado preparado para ver. No sólo por los 60 metros de altura que detentan sus paredes de mármol, sino porque el edificio no está solo. Es parte de un gran complejo compuesto de 17 hectáreas y rodeado por cuatro torres -los minaretes-, además de otras construcciones de menor tamaño como una mezquita, torreones y mausoleos con techumbres llenas de cúpulas.

¿Mausoleos? Sí, y con esto se explica más la sentencia de Tagore en cuánto al significado de la «lágrima»: el Taj Mahal es una gran tumba. Una oda arquitectónica construida en honor a un amor trágicamente perdido a comienzos del siglo XVII.

La Corona de Mahal

La historia del lugar más emblemático de este gran gigante asiático, es una epopeya al amor. Una de esas historias que juntan romance y tragedia en iguales condiciones. Hace cuatro siglos atrás, la India estaba regentada por el imperio mongol. Los herederos de Gengis Kan, trescientos años después del surgimiento de su más conocido emperador, habían extendido su fuerza hasta esta zona e instaurado su cultura que se mezclaba con influencias hindúes y musulmanas.

Agra era el corazón del imperio de Shah Jahan, desde el cual expandía una influencia de un gobierno que motivó la creación de grandes fuertes y mezquitas, que perduran en esta ciudad y en Delhi hasta la actualidad. El Shah Jahan era un líder que tenían riquezas inconmensurables. Se llega a decir que su poder monetario no tenía fin y sus influencias, tanto familiares como políticas, se esparcían en toda la nobleza de la época. Tuvo varias esposas, como lo mandaba la tradición, pero tenía una preferida y que fue la madre de 14 hijos: Mumtaz Mahal.

Arjumand Banu Begum, era el nombre de la princesa de origen persa que a los 19 años se casó con el emperador. Era 1612. Diecinueve años después, rebautizada como Mumtaz Mahal -que significa «la elegida del palacio»-, moriría mientras daba a luz por decimocuarta ocasión. El Shah Jahan sufrió una tristeza tan devastadora que sólo fue atenuada por la monumental idea de crear el mausoleo más fastuoso hecho en la historia, el Taj Mahal.

Veinte mil trabajadores edificaron este complejo desde 1631 hasta 1654, a orillas del río Yamuna, torrente que corre de los Himalaya hasta desembocar en el sagrado Ganges. Grandes bloques de mármol blanco, extraído a 300 kilómetros de distancia, fue llevado en duros trayectos a cargo de hombres, bueyes, elefantes o camellos y que son los que componen mayormente el edificio principal donde descansan los restos de la princesa. Turquesas de Tíbet, lapislázuli afgano, zafiros de Ceilán, mármol negro o jade chino, fueron parte de los materiales con que el viudo emperador quiso ofrendar la memoria de su cuarta esposa.

Taj significa «corona». La misma que perdió el monarca, tres años después del término de la construcción del enorme mausoleo, cuando Aurangzeb uno de los hijos que tuvo con Mumtaz Mahal, lo derroca y lo confina a vivir preso en el fuerte de Agra. La leyenda cuenta que desde su celda tenía vista directa al Taj Mahal y que esta fue la última imagen que observó el ex emperador antes de morir.

Entre versos del Corán

La procesión de turistas, locales y extranjeros, se arremolina para entrar en la bóveda principal del Taj Mahal. La enorme cúpula blanca con forma de cebolla se ahueca completamente al observarla por dentro. Las fotos están prohibidas al interior del recinto mortuorio, aunque los celulares intentan igualmente registrar algo de la perfección simétrica de las formas internas.

La herencia de la arquitectura islámica, en conjunción con corrientes, persas, indias y mongolas, generó un conjunto tan único que le valió, obviamente, ser categorizado como Patrimonio de la Humanidad en 1983. Más de siete millones de personas la visitan anualmente y peregrinan bajo los versos del Corán que orlan la superficie de sus paredes.

En el centro, entre muros de más mármol blanco y piedras preciosas incrustadas, se encuentra la tumba de Mumtaz Mahal. A un costado está también la última morada de su esposo, descansando juntos hasta ahora.

Cautiva el lugar. Es para saborearse observándolo y es uno de los mejores sitios, también, para capear los rayos de un sol que no termina de castigar. La columna de turistas avanza a paso lento, por el interior del mausoleo que mezcla fascinación y respeto en partes iguales. A las afueras, al resguardo de alguna benigna sombra que del Taj, es posible observar la belleza del trabajo efectuado por los obreros, artesanos y arquitectos que destinaron horas y vidas para honrar la memoria de la esposa del antiguo emperador.

La leyenda relata que, a los principales artífices de la construcción, una vez finalizada la obra, les fueron cortadas las manos o fueron dejaron ciegos, con el fin de que no pudiera replicar nunca más una obra de arte tan colosal como esta.

Los minaretes, esas columnas blancas que cercan al edificio principal, se vuelven faros en pleno día y marcan el límite físico que separa a este mundo conservado y de ensueño, de la realidad de Agra en pleno siglo XXI. Los humildes botes que se pasean por las aguas del ahora contaminado río Yamuna, combinan como un sol que no cesa de calentar un ambiente carente de la más mínima brisa. Una cerca llena de alambre de púas distancia aún más a la ribera de la parte patrimonial, mientras pasa gente por la fangosa orilla con sus pocas pertenencias sobre las cabezas, yendo a quién sabe dónde.

Salir, por la misma ruta que da la bienvenida al complejo, vuelve a motivar sesiones de fotos. Las que sacas, las que te sacan y las que buscan replicar esa imagen perfecta de las postales que muestran al Taj Mahal como el principal embajador de la imagen de India en el mundo. Las noches de luna llena, se puede visitar de noche cuando, dicen, resplandece el mármol con la luz selenita.

Como sea, hay que darse vuelta y mirar por última vez la enorme construcción antes de salir. Como un doloroso amor que no se olvida, la imagen del Taj Mahal permanecerá en la pupila del viajero. Es un viaje que siempre se recordará.