Una pequeña villa de pescadores agarró una fama inusitada en las últimas dos décadas. Su asombroso set de cinco playas, cada una con un espíritu determinado, provocó que el turismo llegara en masa pero que la identidad propia de este lugar, lejos de extinguirse, se transformara en una marca registrada todo el litoral nordestino.
Texto y fotos: Jorge López Orozco
Hay un sol abrumador y los cuerpos bronceados y trabajados abundan en la rua dos Golfinhos. Es julio, pleno invierno en el Nordeste de Brasil y, de no contar con algunos días de buenas lluvias, un paliducho visitante jamás se daría cuenta de la diferencia. Hace calor y la humedad es tan permanente como las sonrisas y los pulgares apuntando hacia el cielo que retratan el gesto clásico con que se saludan residentes y turistas en las callejuelas de Pipa.
La adoquinada avenida Baía dos Golfinhos es la columna del esquema de la villa y son esos trozos de piedra usados como piso los que provocan que todos -humanos o máquinas a motor- disminuyan la velocidad a un apacible paso. El ambiente es de relajo total.
La arteria zigzaguea entre las principales cuadras de la villa, las cuáles se pueden convertir fácilmente en una caminata de media hora de punta a punta o en la evidente posibilidad de quedarse atrapado en alguno de los tantos atractivos que el lugar detenta: infinidad de restaurantes, bares oficiales o callejeros, agencias de turismo, panaderías, hostales y hoteles, tiendas de artesanías, ropas o trajes de baño, venta de aguas de coco, iglesias evangélicas con cultos «on fire», una enigmática vulcanización, tiendas de tatuajes y un largo etcétera en un coloridísimo carrusel que mixtura la vida comercial y local.
En Pipa pareciera que el tiempo pasara de otra forma y no es sólo el efecto de estar en un lugar de vacaciones, sin oficinistas o tacos. El sol aparece desde el mar a las 5 AM y doce horas después, la penumbra puntualmente reaparece. La luz, repartida equitativamente entre día y noche, hace que las calles del centro varían también en su fauna humana.
En el día es común ver a grupos familiares completos, pescadores tejiendo redes, surfistas de todos los sexos y tablas, marchando hacia las playas sin más complemento que sus trajes de baño o toparse con ocasionales vendedores de camarones llevado en un «cooler» de plumavit que es transportado sobre una carretilla.
Durante la
noche sobran los cuerpos bronceados enfundados en vestidos con estilo y
camisas floreadas, bailes en las calles al son del «funky carioca»,
tragos a bajos precios en artesanales bares, oferta de todo tipo de
drogas, gente con ganas de sexo y -si da el impulso- terminar en
Calangos, más conocida como la «boate», en que se sale sólo, o no tan
solo, al amanecer. Pipa conjuga bastante bien el significado de lo
bipolar.
Sol y playas bilingües
En Pipa hay que caminar siempre, sobre todo, para llegar a las doradas arenas que se pueden ver en las fotos de una búsqueda en Google. Si bien no da para un desmayo por fatiga, los escalones/pendientes arriba y abajo que detentan las cinco playas de Pipa, sacan resoplidos de cansancio.
Para ordenar este quinteto su mejor presentación va de norte a sur con Madeiro, Baía dos Golfinhos, Centro, Amor y Minas. La mayoría pareciera sacada de un comercial de Kem Piña, con gente bien bonita (característica de Pipa vaya a saber uno por qué), bosques de Mata Atlántica y un mar color turquesa.
Son 170 los escalones que separan a esta panorámica de llegar a Madeiro, una de las más populares por mezclar en sus aguas olas para surf y sectores para bañistas menos adrenalínicos. Larga y delgada, posee montones de «barracas» o kioscos que ofrecen capear el sol bajo coloridos quitasoles y descansando en reposeras, todo esto a cambio del consumo de cervezas siempre heladas o algunas comidas estilo pescado o papas fritas, que están al lado de las escuelas de surf o del arriendo de kayaks.
Si te hablan en español es algo normal. Ser bilingüe en Pipa es parte de su impronta desde la llegada de cientos de argentinos que, desde hace más de una década, sintieron que la villa les pertenecía mucho más que su propia patria. No son los únicos que han escuchado este llamado, el número de chilenos residentes es alto también. Y de uruguayos o de «gringos» de otras latitudes. Sin embargo, fue el español el que se quedó arraigado en este pueblo de Río Grande do Norte tan alejado de sus vecinos hispanoparlantes.
«¡Mirá los delfines!», grita una rubia cuarentona con acento inconfundiblemente rioplatense a sus hijos. Madeiro es vecina de la Baía dos Golfinhos, parcialmente aislada y hogar de decenas de estos cetáceos que viven en sus aguas y que son visitados (o acosados) diariamente por variadas embarcaciones. Las arenas de la bahía pueden visitarse sólo con marea baja. Este dato es esencial para los caminantes que, con la bajamar, pueden recorrer la totalidad de las playas caminando por el litoral a pata pelada. Con la pleamar, las posibilidades de quedarse varados en Golfinhos aumentan peligrosamente ya que no hay escalera ni otro ingreso que no sea por las arenas colindantes. Al menos por las siguientes seis horas.
Los botes que van en búsqueda de los delfines salen desde la playa del Centro, inmediatamente al sur y la más popular con restaurantes, música estridente en altos parlantes y unas deliciosas piscinas salobres que se producen cuando el océano se recoge. Es también la más fácil para llegar por calles -adoquinadas por supuesto- que llegan hasta su costanera.
Más al sur está una de las más bellas playas del nordeste: Praia do Amor, rodeada de montañitas ocres y con palmeras que enfrentan a infinitas olas que son montadas por los más experimentados surfistas. Durante años fue llamada la playa de los «ahogados» por sus peligrosas corrientes, pero le viene mucho más su actual nombre de «Amor» porque genera eso: amor por la perfección de este lugar y de sus vientos, o de sus pocas barracas, de su gente más piola y de un oleaje que es una fiesta para los que les gusta bañarse entre golpes, porrazos y capeos en sus tibias aguas.
Cierra todo la absolutamente
solitaria es la Praia das Minas, en el límite sur de Pipa, y que durante
kilómetros permite la introspección y, también, una sed descomunal ya
que no hay nadie que venda nada acá. Es la naturaleza sin presencia
humana y el lugar elegido para el desove de las tortugas marinas.
El camino del exceso.
Seis de la tarde y la noche es un hecho. La oscuridad da paso a una nueva Pipa. Las playas quedan abajo en silencio y la vida se toma la estrecha avenida de los Golfinhos. Las tablas de surf desaparecen, la música se torna omnipresente en la ciudad y, en pleno centro, un grupo de jóvenes baila breakdance en la plaza, entre los inmortales hippies artesanos y los típicos bebedores de infinitas cervezas.
Es esta zona, cercana a la enorme estatua de un pescador barbudo, la que concentra la mayor parte de los restaurantes -generalmente pizzerías- que ofrecen cenas con todo tipo de precios mediante apuestas y apuestos ofertantes callejeros que hablan en portuñol de las cualidades de sus locales mientras se enfundan en mínimos shorts o muestran bíceps de acero. Las familias pasean, compran y lucen sus bronceados, los con más días, o un color rojizo tipo jaiba que caracteriza siempre a los recién llegados.
Para la juventud la idea de la noche es mirarse y beber. La calle siempre tiene un ambiente de fiesta y de tensión sexual evidente entre tanto vacacionista. Uno de los principales lugares que desde hace un par de años se ha mantenido firme como inicio de una aventura nocturna es el Bar Dudo, cuyas dueñas son dos chilenas: Beatriz y Camila. Por rutas diferentes decidieron irse de Santiago y Viña del Mar para afincarse acá. Se conocieron acá y ahora gracias a ellas es posible tomarse una piscola a más de 6 mil kilómetros de Chile y por un precio harto más barato. Cuestión que se agradece después de tantas caipirinhas.
La noche avanza rumbo sur. La avenida Baía dos Golfinhos en la zona más austral se vuelve más real y local. Con más brasileños, pequeños boliches con venta de salgados -esas masitas saladas que salvan el apetito nocturno- y la «boate», con sus inconfundibles luces de colores, que espera desde la medianoche y hasta al amanecer a toda la fauna que gusta de desvelarse bailando y celebrando una fiesta que pareciera, en Pipa, no quiere extinguirse.