De normalización mucho, de regulación poco
Como ya lo decíamos en la editorial de mayo, a nivel social, cultural y en cierta medida político, Chile ha avanzado mucho en materia de cannabis en los últimos 15 años y en menor medida, pero igual algo, en su comprensión más cabal y profunda sobre las prácticas asociadas al uso de sustancias psicoactivas más allá de su estatus legal.
Ya nadie se escandaliza porque una persona adulta reconozca que se fuma un caño de cuando en vez o de verlo/olerlo en la calle o en un carrete en una casa. Hoy los menores de edad y sus padres, pueden hablar más abiertamente del tema, y con eso, educar y prevenir más y mejor. Que hoy salga un personaje público reconociendo que es usuario de cannabis, no escandaliza a (casi) nadie. El uso medicinal es cada vez más aceptado, y salvo lamentables excepciones, la inmensa mayoría de las organizaciones, profesionales y personas que lo promueven o practican, lo hacen de manera seria y responsable.
Eso se llama normalización. Es algo que se construyó desde abajo, desde la práctica, de facto, es cotidiana; y en buena hora. No ha sido gratis, fácil ni mucho menos gracias a las autoridades de turno.
Sin embargo, vemos también cómo estos avances siguen coexistiendo con una legalidad y discurso oficiales basados en el oscurantismo y la represión. El año 2018 terminó con casi 26 mil personas detenidas por las faltas -no delitos- de porte, consumo o cultivo, principalmente de cannabis. Con una prevención que no previene y con una oferta de tratamiento cuantitativa y cualitativamente insuficientes.
A pesar de toda la evidencia acumulada respecto a la necesidad y ventajas de regular y viabilizar la producción y abastecimiento de cannabis no solo para las personas adultas usuarias, sino también para el desarrollo del uso medicinal e industrial en general, para lo cual Chile tienen ventajas comparativas únicas, esta discusión es casi inexistente a nivel público.
Con mayor o menor descaro, algunos personajillos, con la complicidad de la mayoría de los medios de comunicación de masas, se dan maña para cada tanto insistir en que cualquier arista negativa o problemática asociada a las drogas (que evidentemente las hay), es por culpa de la normalización que festejábamos unos párrafos antes. Jamás de la prohibición represiva que sigue tiñendo los discursos y prácticas oficiales y públicas en materia de drogas.
Del otro lado del cerco, esa enorme y creciente masa social que vive (y goza) de la normalización, en general, se conforma con los pocos espacios de libertad conquistados, pero se pierde confundiéndolos con una verdadera nueva regulación. Y no es que seamos amantes de las leyes ni las reglas ni nada parecido (si lo fuéramos, para empezar, jamás hubiésemos hecho esta revista entre otras cosas). El tema es otro.
El asunto es que hablamos de sustancias psicoactivas, no de dulces ni mariposas y que efectivamente hay que dar respuesta a temores legítimos de la sociedad como el consumo entre menores, que, aunque es un fenómeno hijo de las actuales políticas públicas, y no de las que nos gustaría que fuera, los sectores conservadores hacen su pega y explotan este temor, entre otros, contra quienes promovemos cambios.
Debemos hacernos cargo que más de medio siglo de prohibicionismo duro, no pasan en vano ni desaparecen porque ahora muchos, ni siquiera todos, se pueden fumar un caño en la tranquilidad de sus hogares. En sociedades profundamente desiguales y discriminatorias como la nuestra, la «normalización» a secas, de facto, se vive distinto dependiendo de dónde se practique y si bien una nueva regulación no es la panacea, aporta un marco común basado en un consenso político, técnico y social.
Llegamos hasta acá a punta de marchas, charlas, foros, de ganarnos espacio en los medios incluso a pesar de ellos y a un trabajo de convencimiento casi uno a uno. Pero el activismo basado solo en la convicción pura y dura, en la irreverencia y el voluntariado, para lo que viene, para lo que falta, hace rato que no alcanzan.
Hay que actualizar los conocimientos y la evidencia internacional, pero sobre todo hay que hacer estudios propios serios y potentes; debemos sacarle punta a las propuestas existentes -que son pocas-, y que incluyen prevención, educación, entre otras cosas, y también la regulación de la producción y abastecimiento de cannabis haciendo claridad sobre las ventajas de ordenar y regular una industria y un mercado que hoy existe, solo que controlado por mafias.
Debemos enfatizar que esto no se trata de defender «derechos individuales»: eso no existe, esos son privilegios. Los derechos siempre son sociales, de todos y para todos, otra cosa es que se ejerzan de manera individual.
Hay que volver a hablarle a las personas en general y a ciertos grupos en particular, con mayor precisión y eficacia. Debemos reinstalar la discusión grande en la agenda pública, insidir en los procesos electorales que se avecinan. En resumen, hay que volver a hacer política, porque, aunque a algunos no les guste la palabra o no entiendan la acepción de ella, esto siempre fue política.
La lista de cosas por hacer es larga, pero no infinita. Pero eso es el qué. Hay que clarificar además quién hará esta pega y el cómo, y muy especialmente, de dónde vamos a sacar los recursos para financiar este trabajo, porque como se dijo, si avanzar en el proceso de normalización costó, conquistar la anhelada regulación demandará un trabajo de una calidad, dedicación, talento y energía, sin precedentes.
Nosotros vamos en la parada y ya estamos viendo cómo lo haremos ¿y tú? ¿Qué estás dispuesto a hacer para que esto funcione?