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De la coca a la cocaína

por: Alan Meller 

La bendición de Mama Coca

Coca es una mujer hermosa que vive en una pequeña aldea del Collasuyo. Su piel brilla con el sol y los hombres no resisten su mirada. Enamorados le ruegan que se case con uno de ellos. Coca se burla, les dice que no tiene intenciones de abandonar su felicidad. A ella le gusta bailar y divertirse. Cada tarde, después de cumplir con los deberes que el Imperio le impone, corre por los prados, cantando y recogiendo flores con las que adorna su cabello oscuro como una noche sin luna. Coca crece y cansada de los prados, busca el placer en el cuerpo de los hombres. Cuando cae la noche, Coca escoge al indicado y cuando nace la mañana, lo expulsa de su lecho. Los hombres, heridos por su desprecio, urden su venganza. En otras versiones son las mujeres que envidian sus encantos quienes deciden vengarse. Acuden con su dolor donde el Inca quien reúne a sabios y adivinos para determinar qué hacer. Debe sacrificar a Coca o el Imperio sufrirá espantosas calamidades. Su cuerpo es despedazado y enterrado en las cuatro esquinas del Imperio. Al día siguiente, un arbusto de hojas de un verde intenso y con diminutas flores blancas, nunca antes visto en el Tahuantinsuyu, surge en cada esquina. Los hombres saben que es ella y la llaman Mama Coca. En su memoria, se comprometen a masticar las hojas cada que vez satisfagan a una mujer.

poner en primera parte OKEsa es una leyenda quechua de la kuka.

Para los Kogi, de la Sierra Nevada de Santa Marta, el origen de la coca se remonta a los orígenes del Universo. En aquel entonces todo era mar, no había luz, sol, ni luna. El mar era la Madre y sólo existía la madre, que no era una persona ni una cosa sino puro espíritu y conciencia. Sobre la Madre se formaron los nueve mundos, pero no existía el amanecer. La Madre no tenía esposo y utilizaba un bastón de madera para masturbarse. Entonces tomó un pelo de su vagina, lo untó con la sangre de su menstruación y así creó a cuatro hombres. A uno, con un soplo, le dio vida y lo llamó Sintána. Sin embargo, los hijos de la Madre no tenían mujeres y cada uno estaba casado con una cosa: uno con la olla, el otro con el telar o con la piedra de moler. Ellos no sabían qué era una mujer. Con estos objetos se masturbaban y pensaban que eso era una mujer. Sintána cogió un pelo, una uña y una piedra chiquita, y empujando con el palito de poporo los hizo entrar en el cuerpo de la Madre. Nueve meses después, nacieron nueve hijas. Existían las personas, pero no había qué comer. Una de las grandes Madres cogió a un hombre y una mujer e hizo comida con ellos. Del hombre hizo el maíz. De los intestinos de la mujer hizo las legumbres, de su talón la papa, de su saliva el algodón, de su vagina hizo una fruta que ya no existe y de su pelo creó la coca. Solo entonces, crearon el agua, los árboles y animales.

Siglos después, surgió otra leyenda: la coca había sido entregada por los dioses para soportar los tormentos que traería consigo el hombre blanco y con pelos en el rostro. El Inca Atahualpa había sido capturado por las huestes de Pizarro y ejecutado. El Imperio se había desmoronado. Las ciudades fueron destruidas, las mujeres violadas, hombres y dioses fueron sometidos, los templos profanados y todas las riquezas robadas. Los sobrevivientes huían de hombres blancos refulgentes en sus armaduras que andaban sobre animales fantásticos. En la isla del Sol vivía Kjana-Chuyma, un adivino a quien el Inca le había encargado la protección del tesoro del templo. Comprendiendo que la codicia impediría a los invasores reconocer el valor de aquel tesoro, Kjana-Chuyma decidió ocultarlo. Tras un arduo viaje, consideró que en la orilla oriental del Titicaca podría anticipar a su enemigo. Cuando vio que las huestes de Pizarro se acercaban, lanzó el tesoro en lo más profundo del lago. Los españoles sabían que Kjana-Chuyma se lo había llevado y, para que confesara el escondite, lo azotaron, lo quemaron con fierros ardientes y lo rajaron con cuchillos. Kyana-Chuyma no abrió la boca, ni siquiera ante el dolor. Sus verdugos, afortunadamente, codiciaban más el tesoro que la tortura, y fueron tras éste abandonando al anciano agónico. En el delirio al que el dolor lo llevó, Kyana-Chuyma soñó que el Dios Sol aparecía frente a él y agradecido por su fidelidad le ofrecía un deseo. Pidió la liberación de su pueblo y la destrucción de los invasores. Inti le contestó que eso era demasiado, que ya era tarde, el dios de los invasores le había arrebatado sus dominios y, como el resto, debía huir. Entonces Kyana-Chuyma le pidió que encontrara una manera para que su pueblo pudiera resistir los tormentos a los que serían sometidos por el invasor, algo que no fuera riqueza pero que pudiera acompañarlos siempre. Inti, señalando un arbusto de coca, le dijo: con esas hojas tu pueblo podrá adormecer el hambre, la fatiga y las penas del alma; les dará una ilusión de la felicidad. Sin embargo, junto a esta bendición, Inti adhirió una maldición: Y cuando el blanco quiera hacer lo mismo y se atreva a utilizar como vosotros esas hojas, le sucederá todo lo contrario. Su jugo, que para vosotros será la fuerza de la vida, un alimento casi espiritual, para vuestros amos será vicio degenerado y les causará la idiotez y la locura.

Desde hace más de tres mil años que la coca se ha acullicado (o mascado) en la región andina. Se usó –y sigue usando– con fines medicinales, estimulantes y mágicos. Los adivinos mascaban hojas de coca y escupían el jugo en la palma de la mano con los dedos extendidos; si el jugo, o acullico, escurría por todos los dedos, el augurio era bueno; en caso contrario, era malo. La hoja se utilizaba para curar las penas de amor, agradecer a los dioses o para leer el destino, lanzándolas al viento y dejándolas caer. También se depositaba en la boca de los difuntos para que tuvieran una mejor acogida en el más allá. Muchos pueblos andinos usaban la coca para uno de estos propósitos, hasta el surgimiento del Imperio Inca, cuando su consumo se reservó para sacerdotes, nobles y para los yaravecs, hombres con memoria privilegiada que decían conservar la historia con gran precisión.

Al enfrentarse a la coca, los españoles se vieron en una encrucijada. La facción más cercana a la Iglesia quería prohibir el cultivo y consumo de la “hoja del diablo”, pues aborrecían los rituales mágicos que la rodeaban. Sin embargo, los invasores, más ávidos de riquezas terrenales que celestiales, advertían que los indígenas que mascaban la hoja podían trabajar durante más horas en las minas y en el campo y con menos alimento. Incluso podrían comercializarla. En pocos años los cultivos se multiplicaron. Los pueblos andinos, que habían sufrido la prohibición del uso de la coca durante el imperio Inca, ahora volvían a masticarla para resistir el sufrimiento que el nuevo imperio les imponía.

poner en la parte de CrowleyQuechuas y aymaras, obligados a trasvestir a sus dioses con la imaginería cristiana, readaptaron la leyenda: Cuando Jesús aún era un bebé, los diablos quisieron matarlo. Él se escondió y su madre, al volver, no lo encontró y corrió a buscarlo. Atravesó lo selva y subió cerros hasta que cayó vencida por el cansancio y el hambre. Jesús vio su cansancio y bendijo un arbusto que había junto a ella. María supo que su hijo había bendecido el arbusto, comió sus hojas, olvidó su cansancio y su hambre. Agradecida, ofreció este regalo de Jesús a su pueblo. Desde aquel entonces quechuas y aymaras vencen el cansancio como lo hizo la Virgen María: mascando coca.

Hasta el día de hoy, los pueblos andinos respetan y veneran el poder de la Mama Coca, pues sana los lazos no solo entre las personas sino también con la naturaleza. Aseguran que quien masque sus hojas comprenderá a las montañas, a los nevados, a las quebradas, a los cóndores y hasta al mismo viento. La poetisa quechua Ch’aska Anka Ninawaman cuenta que la coca puede anticipar el éxito o fracaso de nuestras acciones: Si mascas la coquita y sientes que se hace agrio en la boca, es señal de que tus proyectos saldrán mal. Entonces tendrás que repensarlos. Y si las hojas son dulces, es señal de que vas por buen camino, tu viaje será exitoso, la Madre Coca te ha aceptado como hijo e hija y te sanará, escuchará y hablará. Para nosotros los andinos, la hojita de coca es parte de nuestra vida. Cuando se ofrece a una persona, se abre la puerta de la amistad. Este amigo estará contigo en las malas y en las buenas, pues han sellado una amistad profunda con la hojita de coca. No se puede jugar con la hojita de coca. No es cuestión de mascar por mascar. Tampoco es cuestión de ofrecer por ofrecer. La coquita es la madre sagrada, la madre sabia. 

 

La euforia de la cocaína en el siglo XIX

En el Viejo Continente la hoja de coca no produjo gran entusiasmo sino hasta que la ciencia consiguió, en 1855, aislar uno de sus alcaloides: la cocaína. Uno de sus primeros promotores fue Sigmund Freud. Todavía no cumplía los treinta años cuando llamó a la cocaína: sustancia mágica. Decía que los psiquiatras disponían de muchas drogas para reducir la excitación de un sistema nervioso, pero muy pocas para aumentar la actividad de un sistema deprimido. Por entonces, dos laboratorios producían cocaína, la Parke Davis y la Merck (de donde surgiría la palabra merca). Freud probó ambas, y se las recetó a sus pacientes y a un amigo adicto a la morfina con la convicción de que la cocaína lo salvaría. Sin embargo, el amigo volvió a la morfina y, al poco tiempo, murió. El entusiasmo de Freud no decayó, sugirió explorar su uso como anestésico local y Karl Koller lo demostró echándose gotas de una solución con cocaína en su ojo y pinchándolo con alfileres. Era un tiempo en el que los científicos aún tenían los cojones de experimentar sobre sí mismos. Freud los tenía y escribió numerosos artículos defendiendo su uso: Al cabo de pocos minutos de haber tomado cocaína se siente bruscamente una sensación de optimismo y ligereza. Se nota como si los labios y el paladar estuvieran recubiertos de pelos y se tiene sensación de calor en esas mismas zonas. … Luego aparecen los síntomas que han sido generalmente descritos como el maravilloso poder estimulante de la coca. Es entonces cuando es posible realizar prolongados trabajos intensos, tanto mentales como físicos, sin sentir fatiga. … Todavía no nos es posible estimar hasta qué punto la coca puede aumentar los poderes mentales del hombre.

Tiempo después, Freud moderó su entusiasmo. Si bien negaba que la cocaína fuera adictiva – no más que el té o el café­ ­– reconocía que producía distintos efectos de acuerdo a la disposición individual de quien la usa. En su caso, y durante más de una década, le produjo una euforia sin alteraciones. Luego, le causó rechazo y la abandonó.

Otro entusiasta de aquella época que vio en la cocaína la posibilidad de incrementar su poder mental fue Sherlock Holmes. El detective recurría a ella cuando la ausencia de un caso sumía su mente en el tedio y la rutina:

06_freudSherlock Holmes tomó el frasco que estaba en la mesa, y la jeringa hipodérmica de la limpia cajita marroquí. Con sus dedos largos, blancos y nerviosos ajustó la delicada aguja y se arremangó el brazo izquierdo. Todo él, hasta la muñeca, estaba lleno de puntitos y cicatrices. Por fin, clavó la afilada punta en la vena, presionó el diminuto pistón, y volvió a sentarse en el sillón de terciopelo dando un profundo suspiro de satisfacción.

– ¿Qué es hoy – preguntó Watson–, morfina o cocaína?

– Es cocaína -dijo Sherlock -, una solución al siete por ciento. ¿Te gustaría probar?

– Naturalmente que no, no puedo añadir a mi cuerpo más tensiones y cargas de las que ya soporta.

– Quizás tengas razón, querido Watson, supongo que su influencia es mala desde el punto de vista físico. Sin embargo, la encuentro tan trascendentalmente estimulante y clarificadora para la mente que sus efectos secundarios no tienen importancia.

Si Freud utilizaba la cocaína para emprender de manera más eficiente sus trabajos, Sherlock, en cambio, la utilizaba recreativamente; cuando no tenía un caso que mantuviera su mente en constante ebullición se inyectaba cocaína y, de esa manera, no tenía que soportar la languidez del ocio.

Mientras los médicos europeos discutían los daños y beneficios de la coca en el organismo, en Francia se popularizaba el Vin Mariani, una mezcla de vino con cocaína. Era el tónico favorito de la Reina Victoria, Julio Verne y del Papa Pío X. Thomas Edison y el Papa Leo XIII incluso aparecían en su publicidad, junto a un listado de trescientos médicos, alabando sus efectos. Emile Zola también aparecía en el cartel atribuyéndole poderes evolutivos: Vin Mariani: El elixir de la vida, una fuente de juventud que, por entregar vigor, salud y energía, creará una raza superior completamente nueva. En Estados Unidos copiaron la idea y se popularizó el Pemberton’s French Wine Coca. Hasta que llegó la Prohibición del alcohol, entonces Pemberton sacó el vino, dejó la cocaína y le agregó nuez de cola. Así nació la Coca-Cola. Hasta el día de hoy, la Coca-Cola, que se ha vendido en todos los países del mundo salvo Cuba y Corea del Norte, utiliza hojas de coca a las que se le ha extraído la cocaína. The Stepan Company es la única compañía en Estados Unidos que puede producir cocaína para fines farmacéuticos. Compran la hoja de coca a peruanos y bolivianos y, tras extraerles el alcaloide, se la entregan a la Coca-Cola Company, la cual distribuye aquella hoja desacralizada a cada rincón de este mundo.

 

La maldición de Inti

La euforia inicial que produjo la cocaína en el siglo XIX se transformaría en la maldición de Inti en el siglo siguiente. No sólo aparecerían las primeras muertes por sobredosis, inexistentes cuando se conocía la pureza de la sustancia y se dosificaba de manera adecuada, sino que surgiría la insaciabilidad del adicto. Solo un mago pudo prever los males que la Prohibición arrojaría sobre el planeta. Aleister Crowley, poeta, ocultista, novelista, pintor y montañista, escribió en 1917 un artículo llamado Cocaína en el que manifestó su amor y temor por ella. En él sostiene que la felicidad, salvo para ascetas y santos, acude solamente de forma casual, cuando menos se la busca. Que aquel estado metafísico pudiese alcanzarse por medio de una simple hierba, parece algo más que una historia de hadas. Porque nunca ha habido ningún elixir de magia tan inmediata como la cocaína. La melancolía desaparece; los ojos brillan; la boca triste sonríe. Cuanto menos la fe, la esperanza y el amor acuden en tropel a la danza; se encuentra todo lo que fue perdido. El hombre es feliz. ¡Tan simple y tan trascendental! ¡El hombre es feliz!

Como Freud, advirtió que no todos obtienen el mismo beneficio de la cocaína. Crowley sostiene que, a un hombre sabio, instruido en el mundo y de fuerte moral, con inteligencia y autodominio, la cocaína no le hará ningún daño. Sabrá que es una trampa; se cuidará de repetir tales experimentos como podría hacer. Pero si quien la consume es un hombre indulgente consigo mismo, estará perdido. Dirá, con lógica perfecta: Esto es lo que quiero. No conoce, ni puede conocer, el camino verdadero; y el falso camino es el único que ve. Necesita de la cocaína, y la toma una y otra vez. El contraste entre su vida de larva y su vida de mariposa es demasiado amargo para que lo soporte su alma poco filosófica. Y de esta manera ya no puede tolerar los momentos de infelicidad. Los intervalos entre sus indulgencias se acortan. El poder de la droga se debilita a paso aterrador. Las dosis se incrementan; los placeres disminuyen. Los efectos secundarios, invisibles al principio, se presentan; son como diablos con tridentes llameantes en sus manos. Los nervios se cansan del estímulo constante; necesitan descanso y alimento. Existe un punto en el cual el caballo agotado no responde ya a ningún látigo ni estímulo. Tropieza, cae cual mole temblorosa, y jadea su último suspiro. Así perece el esclavo de la cocaína.

A pesar de estos inconvenientes, no cree que la Prohibición sea el mejor camino, pues criminaliza a la población entera. La salud moral de un pueblo así está arruinada para siempre. Por ello propone fomentar una moralidad constructiva. Creo que la democracia, más que cualquier otra forma de gobierno, debe confiar en a la gente, como específicamente finge hacer.

Hoy sabemos que el origen de la prohibición, surgió de un grupo puritano estadounidense que veía con desconfianza las prácticas de las minorías: se acusó a los chinos de corromper a los niños y al opio de ser el causante de ello; la marihuana acarreaba los vicios de los mexicanos; el alcohol conducía a las inmoralidades de judíos e irlandeses; y la cocaína, a pesar de que la consumían más los blancos, cuando los negros comenzaron a hacerlo dijeron que los llevaba a perpetrar crímenes sexuales. En 1900, 5% de los norteamericanos eran adictos a la cocaína o el opio. Tras la depresión de 1929 su consumo disminuyó hasta que, en los sesenta, la exploración hippie de las drogas la trajo de vuelta, su demanda creció con fuerza y surgieron los carteles. En aquellos años, el país que dominaba el tráfico de cocaína era Chile. Es aquí donde se establecen las bases del mercado de la cocaína a nivel mundial que dominaría las décadas siguientes. En 1972 el presidente Nixon declara la Guerra contra las drogas y, al año siguiente, envía a un oficial de la DEA para convencer a Pinochet de unirse a esta guerra. Pinochet, que había alcanzado su posición gracias a Nixon (debemos derrocar al hijo de puta de Allende, decía el presidente estadounidense) vio con buenos ojos esta colaboración y expulsó del país a los 19 narcotraficantes que manejaban el negocio de la coca. Entonces el negocio se acercó un poco más a Estados Unidos, estableciéndose en Colombia, donde surgen enormes y sofisticados carteles capaces de introducir en Miami cientos de toneladas al año. Miami, la París actual de los chilenos, fue construida en los ochenta gracias a la plata del tráfico de cocaína. Chile, si bien dejó de refinar el alcaloide, continuó siendo un pasaje de la cocaína hacia Europa y Estados Unidos. Era un negocio controlado por la oficina estatal a cargo del trabajo sucio de la dictadura, la DINA. En Colombia, los carteles de Medellín, de Cali, el del Norte del Valle y el de la Costa tuvieron un país completo bajo su control. Trabajaban para ellos senadores, ministros, la policía y los jueces. Luego se involucraron en el tráfico las Farc y los paramilitares. La maldición de Inti, finalmente, se hacía realidad. No solo al español enloquecería la hoja de la coca (el mayor consumidor actual), sino, esta vez, al hombre blanco del nuevo imperio, Estados Unidos. Por décadas los norteamericanos llevan jalando cientos de toneladas al año y, para resolver este problema, hicieron lo que mejor saben hacer: enviaron ejércitos a devastar a quienes producían el objeto de su adicción. Los marines desembarcaron en masa en la cordillera central colombiana. Adictos a la cocaína y al dinero, la violencia se desató. El plan para erradicar la cocaína de Colombia dejó más de veinte mil muertos. Recuerdo el día en que mataron a Pablo Escobar, las noticias mostraban su cuerpo en el techo de una casa. Pensé que la guerra contra las drogas llegaba a su fin, pero cometía el mismo error que Nixon: Pablo no era el problema, el consumo de cocaína de los gringos y su prohibición lo eran. Finalmente, los carteles colombianos desaparecieron pero la adicción gringa, lejos de disminuir, aumentó. Los carteles reaparecieron un poco más cerca de Estados Unidos, en México esta vez, donde ya van más de cien mil muertos. La guerra contra la cocaína ha gastado miles de millones de dólares, ha armado a los carteles, ha destruido países, atiborrado las cárceles, deforestado las selvas y dejado un reguero de cadáveres… y, mientras tanto, la codicia norteamericana por la cocaína no ha disminuido un ápice. Esta ha de ser la idiotez y la locura en la que caería el hombre blanco que profetizaba la maldición de Inti.