Política

Cruzar Los Andes después del 11

Francia, Canadá, México, Suecia. Son los primeros destinos que suenan en la cabeza a la hora de hablar de quienes partieron al exilio tras el golpe de Estado. Pero hubo miles y miles de chilenos, algunos con menos contactos, la mayoría con pocos recursos, cuya única y más rápida vía de escape fue, simplemente, cruzar la cordillera. “Exiliados de segunda”, proletarios que escaparon para, básicamente, sobrevivir.

 

“Golpe de Estado, tenemos la radio puesta”. De boca de su esposa, éstas fueron las primeras palabras que José escuchó la mañana del martes 11 de septiembre de 1973.

“Después de escuchar un rato le dije a mi señora ‘me tengo que ir’. ‘¿Pa’ dónde?’, me preguntó. ‘Tú sabís dónde me tengo que ir, y si no vuelvo tú continúa, sabís lo que tenís que hacer: cuidar a los niños, hacer tu vida…’”.

José tenía 27 años, dos hijos y trabajaba como chofer en los Almacenes del Pueblo del cordón industrial Vicuña Mackenna, un espacio expropiado a supermercados Montserrat donde luego funcionó Cristalerías Chile y que hoy son los estudios de MEGA. Vivía cerca del paradero 14 de Vicuña Mackenna, en una toma de 170 familias y que hoy se conoce como población Francisco Encina.

“Salí a Vicuña Mackenna y traté de llegar hasta Tomás Moro, pero todas las micros venían de vuelta y ya andaban milicos por todos lados. Después traté de llegar a La Moneda pero tampoco se podía, entonces volví a la casa y con otros compañeros decidimos ir a los almacenes”. Cuando llegaron tomaron dos camiones con mercadería y partieron hacia La Legua, pero los líderes vecinales no quisieron recibirla para evitar compromisos. Entonces se fueron a su toma y entre los pobladores repartieron todo: arroz, fideos, aceite, azúcar, insumos que serían fundamentales para los días siguientes.

Ese martes 11, en Rodrigo de Araya con Américo Vespucio, Ricardo, militante socialista, había llegado al alba a la obra donde trabajaba. El día estaba demasiado tranquilo, pero nada llamó especialmente su atención durante el trayecto desde Recoleta, donde vivía, hasta la construcción. Tenía 23 años y trabajaba como jefe de obra al mismo tiempo que estudiaba Construcción Civil en la Universidad Católica, becado por la CUT. “Cuando llegué me estaban esperando con la noticia. Yo era secretario de actas y nos reunimos para ver qué hacer: decidimos quemar los carnet de militancia, pero quedarnos allí hasta que llegaran las armas para la resistencia”.

Pero las armas nunca llegaron.

“Nosotros sabíamos que el Golpe venía. Incluso nos avisaron que el 10, pero no pasó nada”, dice Sergio, que con 27 años había pasado esa noche haciendo guardia en la antena repetidora que Radio Corporación tenía en el paradero 19 de Vicuña Mackenna. “Ya para el 11 en la mañana estaba todo distinto. Yo fui a comprar pan y huevos a la panadería cerca de la antena, cuando escuchamos pasar los aviones y después un estruendo. La gente se asustó, yo salí a la calle y vi como humeaba la antena: la estaban bombardeando”.

“Cuando escuché a Allende en la radio diciendo que el pueblo lo había elegido y que el pueblo lo iba a defender, yo me aterroricé: pensé en Sergio”. Miriam, su esposa, estaba en Conchalí, en la casa de la hermana de Sergio. Tenía 17 años. “Mi cuñada me dijo que me calmara y como yo era más chica me mandó a comprar pan. De pronto se armó una pelea entre dos mujeres y un milico que se metió a separar le pegó con la culata del fusil en la guata a una que estaba embarazada, que comenzó a sangrar ¡y parió ahí mismo! Si eso le hacían a una mujer embarazada, a Sergio lo iban a matar sí o sí. Así que convencí a un amigo y nos fuimos caminando. No saben lo que fue eso, la cantidad de muertos que vi, La Moneda en el suelo. Era como estar en una guerra. De repente empezaron a sonar las metralletas y nos dijeron que nos tiráramos debajo de un tanque. No nos dejaron seguir y nos mandaron de vuelta para la casa con un salvoconducto. Nos volvimos a Conchalí y cuando llego veo a Sergio, medio lastimado, pero estaba bien”.

“Cuando llegué a la antena estaban todos bien. Y tuvimos la suerte de que un cable de alta tensión se había caído en la reja, así que cuando los milicos llegaron pensaron que estaba electrificada”, retoma Sergio. “Incluso un par se quedó pegado ahí cuando trataron de entrar. Entonces con unos compañeros cortamos un montón de caños de cobre y los pusimos en las ventanas para que pensaran eran fusiles. Los milicos se fueron a buscar refuerzos y ahí escapamos”.

“El día del Golpe me agarraron visitando a mi familia en Curicó y me llevaron detenida al regimiento junto con mi hermana”. Silvia, de 23 años y por entonces conocida como “la Chica Mili”, trabajaba como profesora de 4° y 5° básico en el colegio de Peumo, cerca de San Fernando, a 66 kilómetros de la casa de sus padres. “A ella la soltaron primero, pero a mí me interrogaron un montón de veces. Todavía se me pone la piel de gallina cuando recuerdo el momento en que me soltaron. Me dijeron ‘ya, camina, ándate no más’. Cuando salí de regimiento tuve tanto miedo que caminaba igual que en los sueños, como que no sentía que avanzaba, y cuando llegué a la esquina recién supe que estaba viva”.

“Yo no lo creía”, dice Manuel cuando recuerda el día del Golpe. Con 21 años era miembro de las Juventudes Comunistas en Talagante, donde trabajaba como profesor de Artes Plásticas en una escuela básica. “Siempre tuve habilidad con las manos”, dice, recordando un trabajo docente que terminó el mismo día del movimiento militar. En su caso, el Golpe fue “tranquilo”. Se quedó en su casa y esperó los acontecimientos.

 

El día después

“Cuando volvimos al trabajo, el día 13, vimos que habían allanado”, continúa José. Tiene los ojos pequeños, una mirada penetrante y habla pausado y claro, como si al mismo tiempo estudiara a su interlocutor. “Muchos sacos con comida estaban abiertos, el arroz tirado por el piso. También había botellas abiertas como si los milicos hubieran estado tomando. De pronto llegó una patrulla y comenzó a disparar. Eso nunca salió en ninguna parte, pero ahí mismo mataron a un montón de obreros. Yo estaba adentro de una bodega y me quedé escondido con otros dos compañeros, para salir poco antes de que empezara el toque de queda”.

La hora fatal los encontró caminando por Vicuña Mackenna las 70 cuadras que lo separaban de su hogar, protegidos sólo por sus cabezas gachas y la esperanza de salir ilesos. “Cuando los milicos nos veían pasar apuntaban con los fusiles SIG y gritaban ‘¡ahí van los fiambres, ahí van los fiambres caminando!’. Pero tuvimos suerte”.

Ricardo, después de esperar infructuosamente las armas, al día siguiente emprendió el retorno a casa, atravesando en silencio una ciudad sitiada por tanques y soldados. Recuerda que esperó unos días antes de volver a la obra, donde fue testigo de la magnitud de lo que estaba pasando. “Muchos no volvieron”, dice Ricardo. “A los más jóvenes los agarraron todos y se los llevaron al Estadio Nacional. Y entre ellos muchos murieron y otros se volvieron locos con las torturas”.

“Cuando llego a mi casa mi familia estaba rezando mi muerte”, dice Silvia. “Como si estuvieran haciendo un velorio, todos reunidos. Recuerdo que uno de mis hermanos chicos me dijo: ‘hermanita no digas nada porque las paredes tienen oídos y los matorrales ojos’. Eso me hizo mierda”. Silvia cuando recuerda sonríe con tristeza, como pidiendo disculpas. “A veces la mente de uno tiene un mecanismo de defensa que la hace dejar eso en blanco”, dice, mientras trata de ir hilando los recuerdos. “Después nos rajamos de Curicó con una compañera que se había salvado de la detención. Nos fuimos a dedo a Santiago y arrendamos una pieza en Santos Dummont con Independencia. De esos días lo que más recuerdo es haber visto pasar el cortejo de Neruda”.

Como a muchos otros, el correr de las semanas la fue enfrentando a problemas más allá de lo político. “No teníamos nada, vivíamos a pan y té, con dos frazadas para cada una y cocinando papas o fideos en una choca que nos había regalado un obrero de la construcción”.

Al mismo tiempo, la obra de Ricardo quedaba en veremos y el trabajo se hacía imposible de encontrar. “Estaba malo, las obras se habían parado todas. Y ahí se empezó a decir que en Argentina había trabajo y que muchos compañeros se estaban viniendo para acá”.

Para José, a pesar de la “suerte” de los primeros días, las semanas fueron haciendo del clima un ambiente cada vez más espeso. “En la población los milicos habían echado a correr la voz de que había 10 mil dólares de recompensa para el que denunciara a algún dirigente”. Él trabajaba como chofer, pero como militante socialista había formado parte de los grupos entrenados en el Cañaveral y poco antes del Golpe había pasado a formar parte del GAP. La noche del 9 de septiembre, cuenta, incluso le tocó hacer la guardia en la residencia de Allende en Tomás Moro. Y todo eso se sabía en su población. ‘Los diez lucas’, nos decían por lo bajo. Yo era el ‘diez lucas chico’, porque soy chico, y otro compañero era el ‘diez lucas grande’. Pero nunca nadie dijo nada”.

Aun así, el horno no estaba para bollos. “Dos veces estuve detenido antes de venirme a Argentina. Aunque fueron detenciones que no tenían que ver con política, era abuso de poder de los milicos nomás. La primera vez fue como en octubre: yo estaba arreglando un pedazo de vereda afuera de mi casa, y estaba volviendo cuando llegó una camioneta. Yo seguí caminando con la pala en la mano hacia mi casa y un milico me disparó a los pies, porque no me había detenido. Ahí me subieron a una camioneta y entre los tres tipos que iban arriba me sacaron la cresta. ‘Qué te pasa conchetumadre, nosotros somos los que mandamos ahora’, es lo que más me acuerdo que me decían”.

Pasaron los días y la cosa empeoraba. Sergio cambió su apariencia completamente: atrás quedaron las patillas, el pelo largo y los bigotes. Fue donde un amigo peluquero y se cortó a lo milico, se puso mocasines y como pudo empezó a rebuscárselas. “En el centro me puse a vender tomates por docena, y ahí vi a muchos compañeros que los paseaban: los milicos los hacían caminar y si saludaban a alguien lo tomaban detenido”, cuenta.

Sergio y Miriam, hoy, se miran como haciendo memoria. Buscan en los ojos del otro una complicidad que vienen construyendo desde hace 45 años. Mientras hablan, en el patio de su modesta casa en la zona de Pilar, a 40 kilómetros de Buenos Aires, sus hijos y nietos entran y salen, preguntan cuánto falta para comer o si queda algún saco de cemento para terminar con alguno de los muchos arreglos que queda por concretar en la casa de una de sus hijas. “Después nos fuimos a vivir a Melipilla”, sigue Sergio. “Me conseguí un permiso para venta ambulante y me dediqué a vender ropa para los campos”.

“Mi hijo estaba guagüita y conseguimos quedarnos en una casa quinta, muy linda”, continúa su mujer. “Ya habían pasado unos meses del Golpe y vivíamos con mi hermano, mis hijos y Sergio”. Pero la tensa calma terminó cuando un día, a eso de las 6 de la mañana, Miriam escuchó llegar un auto. “Veo una camioneta blanca que se para al frente de la casa y de donde se bajan varios tipos con corbata y, detrás de ellos, mi mamá. Cuando abro mi mamá me abraza y me dice ‘perdóname, es que le estaban pegando mucho a tu papá y yo tuve que decir donde vivías, por favor entrega a Sergio’, todo esto frente a los tipos. ‘Tu marido y las armas’, dice uno. Yo les dije que no sabía dónde estaba Sergio y que si hubiese tenido armas los habría recibido de otra forma. Entonces me pega en la cara y empieza a botar toda la mercadería que había en la casa, a tirar la leche y la harina por el piso, despacio. ‘¿Y esta guagua?’, me pregunta. Yo le digo que es mi hijo y entonces él levanta agarrándolo del pilucho y le pone la pistola en la boca. Mi hijo mordía el cañón y movía sus patitas y al ratito se puso a llorar. Ahí le dije que lo soltara pero él se me quedó mirando y me dijo ‘¿querís que lo suelte?, ¿y qué pasa si le pego un balazo y quedan los sesos en la pared?’. Yo ahí caí de rodillas suplicando y mi mamá también. Revolvieron toda la casa, rompieron el baño, los colchones y después de un rato le dijeron a mi mamá que se tenía que ir con ellos, que a ella la dejarían de vuelta en su casa”.

Fueron meses duros. Los allanamientos eran pan de cada día y para Manuel, en un área rural como Talagante, las posibilidades laborales se habían reducido al mínimo. Manuel tiene una sonrisa amplia con aura campechana, y es un poco retraído y servicial. Antes de conversar no para de barrer y limpiar las mesas de la parrilla que tiene junto a su mujer, Carmen, también chilena. En “Los Chilenos”, un espacio recuperado en 2006 que había sido abandonado tras la crisis de 2001, en el popular barrio de Mataderos, Manuel tiene su búnker. Pero en 1974 estaba atrapado, sin trabajo, en Melipilla, donde flaco favor le hacía decir que había sido profesor como parte de un programa de la UP. “Comencé a hacer cuadros de cobre, lo que me sirvió para juntar unas monedas para cruzar. Mi padre, que era de la DC, no me creía cuando le dije, pero la necesidad hace que te abras más y yo, que soy muy tímido, cuando pasé a Argentina me las tuve que rebuscar nomás”.

El cruce de Los Andes

“De a poco empezamos a perder los contactos, no podíamos mirar a nadie”, dice Silvia. Su relato es fragmentado y ella misma se lo saca como a tirones, riendo y llorando a lo largo de la conversación. “Tengo muchas cosas escondidas de mí”, repite todo el tiempo. “Después de unos meses en la pieza de Santos Dummont decidí venirme para Argentina con un amigo de unos primos, a Carlos Paz. Recuerdo que cuando me vine para Argentina me regalaron un montgomery, delgadita la hueá. Estaba cagá de frío, de eso me acuerdo perfecto. También me regalaron unos suecos y uno se me partió en la frontera, así que tuve que amarrarlo con un cañamito. Así crucé. Eso fue el 7 de abril de 1974”.

“Imagínate lo que es llegar sin un peso, sin nada”, dice José, mientras recuerda una experiencia que lo marcó especialmente: los “chilenos cagadores”. En 1975 Argentina estaba en medio de un proceso inflacionario y de cambio de moneda, y en el terminal de buses de Mendoza se juntaban grupitos de chilenos esperando a los compatriotas que cada día llegaban al país. “Varios se dedicaron cagar a otros chilenos con el cambio. Les cambiaban por el doble de la tasa oficial, pero con unos billetes que pronto iban a quedar en desuso y que al final tenían menos valor. Varias veces fuimos a agarrarnos a combos con ellos”.

“Yo sabía de autos y transporte así que estuve casi un año trabajando en un taller de chapa y pintura”, continúa. “Para comunicarme con mi mujer no podía hablar por teléfono, eso era algo de Plaza Italia para arriba, así que lo hacía a través de mi padre, porque tampoco quería que llegara nada raro a mi casa. Entonces le escribía cosas como que me iba bien en el trabajo, que con mis compañeros estábamos organizando rifas, juntando plata para tal cosa, y él le contaba a ella que yo estaba juntando plata para que se fueran conmigo”.

Finalmente lo hicieron, en junio del ’75 y, juntos, emprendieron rumbo a Buenos Aires.

La misma semana que José dejaba Mendoza, Ricardo llegaba a la ciudad siguiendo los datos laborales que le habían dado al otro lado de la cordillera. Aunque en 1975 no pudo continuar ni ser reconocido en sus estudios, estos conocimientos le sirvieron para encontrar trabajo rápidamente como obrero de la construcción.

“Fui a una obra a ver si encontraba algún trabajo y ‘¿chileno, compare?’ fue lo primero que escuché: estaba lleno de chilenos trabajando. Le dije al capataz que hacía de todo y que tenía experiencia, así que me tomaron para albañilería. La obra era inmensa y había tantas casillas para dormir que parecía un campamento. Eso me sirvió para llegar y ahí estuve como un año entre obra y obra. Después, como vieron que sabía me contrataron como jefe de obra para las reparaciones de un centro de ski en la cordillera después del fin de temporada, pero de ahí me echaron por reclamar. Pasó que nos tenían trabajando de lunes a lunes, de mañana a noche, y como yo ya venía despierto para estas cosas, los junté a todos y les expliqué que eso no podía ser. Y todos estuvieron de acuerdo, pero cuando fuimos a hablar con el patrón se echaron para atrás. A mí me dijeron ‘esto de sindicalista acá no va’ y al día siguiente me bajaron de vuelta a Mendoza. Después trabajé en la construcción del Estadio Malvinas Argentinas para el Mundial del ’78 y cuando terminamos me vine a Buenos Aires, con todos los gastos pagados por una empresa constructora en unos buses que llamaban ‘camello’. La verdad es que en el tema trabajo nunca me fue mal acá… en lo que me fue mal fue en el amor”, confiesa antes de contar que tiene dos hijos, de 26 y 16 años, de dos madres distintas.

Que se lleva muy bien con ambos pero que con ellas, nada.

“Fue por intermedio de un amigo que venía a San Rafael (en la Provincia de Mendoza), que me crucé el ’75 para ser parte de la cosecha de uvas de ese año”, dice Manuel, mientras termina de barrer la parrilla. Lo hace para limpiar pero también para dilatar un poco la conversación. Porque a Manuel no gusta hablar del tema y cuando lo hace repite constantemente la idea del “borrón y cuenta nueva” como la mejor forma de explicar su vida en Argentina. Pero al final se sienta. Y mientras tres personas comen mondongo (guatitas), descorcha un vino que, según dice, “se parece al 120, pero es argentino”.

“Al llegar nos acogió una familia de chilenos que ya llevaba muchos años en el país, pero con tan mala suerte que ese verano hubo una granizada histórica, con lo que la cosecha de uvas fue un desastre”. Sin embargo, recuerda, eso le alcanzó para juntar los pesos para seguir viaje rumbo a Buenos Aires, equipado con la dirección de un amigo en el bolsillo. “Yo me decía ‘tu venís a trabajar y sólo a trabajar’, pero cuando llegué a Buenos Aires fui al Partido Comunista, a la sede que quedaba en Callao, y fue un poco fuerte porque entré y no me hallé: no era gente de pueblo, era de otra forma”, dice. “Después supe que en Argentina el PC es como de gente burguesa, no como uno, del proletariado. Así que hice una vuelta de hoja y me dediqué a trabajar. ‘Maestro chasquilla’, como se dice en Chile, hacía de todo”.

Pero nada se compara al calvario que vivieron Sergio, Miriam y sus tres hijos. Era el 24 de marzo de 1976, el mismo día en que Videla se hacía del poder en Argentina, cuando emprendieron el viaje más difícil de sus vidas.

“El quilombo empezó en la aduana argentina” dice Miriam, con acento argentino. “Nosotros con los chicos hasta ahí habíamos aguantado el frío y el hambre, incluso pasamos la noche en la estación de trenes que nos llevaba hasta la aduana. Uno de mis hijos se había caído y yo le había curado las heridas con sal porque no tenía nada más, y encima, no sé por qué, el Jefe de Aduana no nos deja pasar”. El Golpe de Videla había tensado toda la vida a ambos lados de la frontera. “Me preguntó por cuánto tiempo venía”, continúa Sergio. “Le dije que por un tiempo, que venía por razones laborales. Él me pregunta cuánto dinero llevaba y ahí yo empiezo a levantar la voz y a explicarle que iba a trabajar, que no me podía estar exigiendo dinero como si fuera turista, que de dónde quiere que le saque plata como turista”. Se armó un tumulto y la gente se empezó a acercar y les empezó a pasar plata. “Juntamos el dinero que nos pedía pero el tipo dijo ‘no’. Nunca me voy a olvidar de cómo lo decía, golpeaba la mesa diciendo ‘¡no, ustedes no van a entrar!’. Después llamó a un gendarme, le pasó nuestros papeles y le dijo que nos los pasara cuando nos subiéramos al tren que iba de vuelta a Los Andes”.

De regreso, Sergio convenció al gendarme de que le pasara los papeles, y después se guarecieron detrás de unos tambores de basura dentro de unos túneles hechos para protegerse de posibles avalanchas, con la esperanza de que al día siguiente cambiara el personal de la aduana. “Nosotros a Chile no podíamos volver, era la muerte. Así que ahí armamos campamento”. “Pusimos las cosas para acostar a los chicos, que se habían portado de diez”, continúa Miriam. “Ahí sí que hacía frío, y además estaba todo lleno de mugre, el olor a meado era horrible. Pero nunca molestaron, nunca pidieron nada, como si entendieran todo lo que estaban pasando”.

“Yo miraba a los niños y no sabía de qué se reían, hasta que me di cuenta que mostraban los dientes porque estaban muertos de frío”, recuerda Sergio. “De pronto un niño pasa por donde estábamos, nos ve y sale corriendo, pero la media hora escuchamos ‘¡señor, señor!’. Era el niño, que le había contado a sus papás y que venía a buscarnos para que fuéramos a su casa”.

“Tomamos nuestras cosas y fuimos”, continúa Miriam. “La señora nos hizo pasar por la puerta de atrás porque había un cumpleaños y nos dijo que por cualquier cosa nosotros éramos unos familiares de ella. Saludamos a la gente, reímos, fue increíble. Al otro día nos dimos cuenta que estaba discutiendo con su marido por nosotros así que nos fuimos”.

“Como no podíamos pasar por la aduana tomé las cosas y de a poquito las fui pasando para el otro lado, a la mala nomás, con los niños llenos de heridas que mi señora les limpiaba con aceite y crema”, dice Sergio. “Pero seguimos caminando. Primero nos llevó una camioneta con trabajadores viales y después, esto fue increíble, un gringo que iba en una camioneta de la ONU, con las banderitas y todo. Era a todo trapo, parecía una limusina: lo más chistoso de todo es que los militares se cuadraban cuando pasábamos”.

“La camioneta de la ONU nos dejó en una estación de trenes justo cuando por los parlantes escuchamos que el tren con destino a Buenos Aires estaba por salir, le cambiamos los pañales a los niños y nos subimos como pudimos, pero nos duró poco el viaje porque en la estación de Mendoza nos bajaron”, continúa Sergio. “Ahí yo me puse a llorar”, dice Miriam. “Le decía a Sergio ‘no doy más, lo único que quiero es descansar’. Y justo aparece el jefe de estación y nos dice que su mejor amigo es chileno, y nos llevaba donde él. El chileno, que era carpintero, vivía en una casita pequeña, donde casi no entrábamos, así que nos llevó donde otros chilenos que nos acomodaron una carpa en el patio. Ahí por fin pudimos estar juntos, solos, sin que nadie nos viera o que nos pasara algo”.

 

Exilio “de segunda”

A la hora de pensar en por qué Argentina y no otro destino, es unánime la respuesta en torno a la necesidad y la cercanía. Necesidad política por haber sido militantes del proceso de la UP y necesidad económica por la falta de empleo y la imposibilidad de subsistir en ese entorno. Pero también era necesaria la cercanía para volver cuando todo terminara.

“Para volver pronto”, dicen todos.

“A mí me ofrecieron irme a Francia, Italia y Canadá, pero además de que me dio miedo no conocer el idioma o no encontrar trabajo, lo principal era la idea de estar cerca para volver rápido cuando se dieran las condiciones”, cuenta José, un poco con la sensación de que ser exiliados en este país los ha puesto, dentro del universo de quienes tuvieron que dejar Chile tras el arrimo de Pinochet al poder, en una suerte de “Clase B”. “Quienes se fueron a Francia o Canadá tuvieron muchas más oportunidades que nosotros”, dice. Y no sólo fuera, sino que también cuando terminó la dictadura. La idea común es que los que se fueron a Europa y volvieron, cayeron casi todos de pie gracias a los contactos que hicieron durante el exilio, algo que fue prácticamente inexistente en Argentina.

Porque lo cierto es que era poco lo que los exiliados chilenos en Argentina hacían –o podían hacer- unos por otros para ayudarse dentro del país. Al comienzo el objetivo, entre los pocos que se organizaron, era juntar plata para los chilenos que estaban de paso, clandestinos, esperando los papeles para irse a otro lugar. No para los que habían venido para quedarse. Y después, cuando en el ’75 se constituyó un Comité de Solidaridad, su objetivo era tratar de dar a conocer lo que estaba sucediendo en Chile y, de alguna manera, ayudar a los que estaba en casa.

Y encima había desconfianzas. Entre los chilenos estaban a la orden del día los rumores de infiltrados y delatores. El ’74 habían hecho explotar a Carlos Prats en Palermo y todo se puso negro con el golpe de Estado de Videla en el ’76, lo que obligó a muchos a enterrar aún más profundamente sus ideas y actividades políticas del pasado.

Incluso, la mayoría de quienes se exiliaron acá, al no estar pidiendo asilos formales ni reconocer los motivos de su salida del país, ni siquiera figuran estadísticamente como exiliados. Según el único estudio del INE sobre los chilenos residentes en Argentina, elaborado entre 2003 y 2004 en base a los datos recogidos por el censo argentino de 2001, indica que sólo el 8,5% de los chilenos residentes en Argentina vino a este país impulsado por razones políticas. Se trata de dato que no resiste ningún análisis si se cruza con que, según el mismo estudio, el 35% de la masa total de chilenos residentes cruzó la cordillera durante del ’70.

¿Qué pasó? ¿Justo en ese momento se le ocurrió a todos salir a probar suerte? ¿Por qué no durante el boom económico de la primera mitad de los ’90, durante la fiesta del uno a uno? De hecho, por cada chileno residente que se vino en los ’90, hay siete que están acá desde los ’70.

 

Militancia y retorno

 Hoy, a más de cuatro décadas del día que desencadenó todo, desde el exilio Chile es visto como un país extraño sobre el que se proyecta una mezcla de nostalgia, desconocimiento y desconfianza. Como si “su” Chile hubiera desaparecido con el Golpe. “Allá no me acostumbro cuando voy”, dice Ricardo, con esa particular melancolía de quienes evocan la Unidad Popular como un paraíso perdido que –saben- jamás volverán a pisar. De todos modos, esto que no significa que sus días de militancia hayan terminado. “Estuve alejado al principio pero con el tiempo me fui involucrando de nuevo, sobre todo en tratar de dar a conocer la causa mapuche. Yo soy mapuche y es algo que corresponde”.

“Cuando fui a Chile unos tres o cuatro años después de que me vine la primera vez, ya me habían dado vuelta toda la cuestión, era otro lugar. Cuando me fui tenía una imagen y cuando volví era otra cosa totalmente diferente. Y ahora es peor. Uno no se halla, no es de ahí”, apunta Manuel, quien aunque abjure de sus años en las Juventudes Comunistas, dice que sigue yendo a marchas. “Dejé la política pero algo hacemos con la parrilla. Estaba abandonada, era un nido de ratas esta cuestión cuando llegamos”, dice, al hablar de un espacio que de lunes a vieres funciona como comedor a precios populares para los trabajadores del barrio, y que el fin de semana se transforma en un espacio itinerante en la Feria de las Colectividades, recorriendo lugares fuera de Buenos Aires para mostrar las costumbres y comidas típicas de distintas colonias de inmigrantes.

Aunque en una primera etapa se concentró en su trabajo, no pasó mucho tiempo antes de que Sergio volviera a las pistas políticas. Hoy es vicepresidente del comité “Chile, Somos Todos Chilenos en el Exterior” y miembro de la mesa de coordinación del nefasto “Garage Olimpo”, uno de los principales centros de tortura de Buenos Aires. “Continúo con la misma pasión y convicción dentro de mi modo de entenderlo”, dice, mientras a la mesa se sienta Miguel, el bebé del allanamiento. La mente opera de formas misteriosas y en este caso parece que el humor ha sido la terapia. “Y este pajarón chupaba la pistola”, se ríe Sergio, mientras empuja a su hijo con el hombro. Hoy vive, junto a su compañera de siempre, en Pilar, donde se dedica a la pintura o a cualquier trabajo que pueda surgir. Y a los tres niños de la Odisea cordillerana se sumaron otros seis, que les han dado a Sergio y Miriam más de una adecena de nietos.

Son pobres, sí, pero nunca les ha faltado.

Según el mismo estudio del INE, el 53,1% de los migrantes chilenos residentes en el Gran Buenos Aires tenía, en Chile, ocupaciones calificadas como “operarias”, reforzando la idea de Argentina como un lugar de oportunidades para los chilenos con baja calificación laboral. Y por cada cinco chilenos que viven en el conurbano bonaerense, sólo uno lo hace dentro de la jurisdicción de Capital Federal, lo que se asocia directamente con los niveles de ingresos e instrucción de la colectividad.

“Acá hay posibilidades innegables de acceder a un mejor futuro”, dice Manuel. “Pero igual uno vive como partido al medio. Yo veo las noticias de Chile en Televisión Nacional y me junto con chilenos para hacer cosas que tengan que ver con la colectividad. Chile sigue estando muy presente pero al mismo tiempo ha sido toda una vida, entonces uno sabe que va a terminar acá”.

“Se trata de cuestiones básicas sobre mejores condiciones de vida”, plantea, un poco más analítico, José, quien hoy trabaja haciendo fletes. Él nunca ha dejado de hacer política, y es una de las caras visibles de la Comisión de Derechos Humanos y Exonerados Chilenos en Argentina. “Acá tenemos cubiertos temas muy importantes como son la educación de nuestros hijos y la salud de nuestras familias, y eso es algo que pesa mucho cuando se ha pensado en regresar. Aun así, la inevitable nostalgia asoma su rostro: “Yo creo que jamás lo haré a vivir, pero sí a morir. Ahora tengo 66 años y estoy activo y trabajando. Y lo que pienso hoy es que cuando me llegue el momento de retirarme y ya vea que la muerte se acerca, me iré a Chile a morir allá”.

 

 

Por Felipe Ramírez M. y Carlos Martínez R.