Contracultura: La resistencia Matucanera de Jordi Lloret
A mediados de los ochenta, en medio de la represión y la gris existencia de dictadura, el Garage Internacional Matucana 19 se alzó como un espacio autogestionado de cultura y resistencia. Una fisura de luz como dice Jordi Lloret, poeta, gestor cultural y fundador del Garage. Por ahí pasó una naciente escena de artistas, dramaturgos, músicos y actores que cultivaron sus ideas vanguardistas y le dieron vida a lo que fue un galpón de tuercas. Parte de esa historia podrá leerse en «Matucana 19: el Garage de la Resistencia Cultural», el libro a publicarse con el cual Jordi Lloret siente que finalmente cerró un ciclo.
Por Paulo Matus González
En noviembre de 1987 el actor de Superman, Christopher Reeves, viajó a Santiago para apoyar a actores chilenos amenazados de muerte por agentes de la dictadura militar de Augusto Pinochet. Un sinfín de personas y actores se acercaron al Gimnasio Nataniel donde Reeves se iba a dirigir al resto en apoyo a sus colegas, pero todo terminó minutos antes en un desalojo entre lacrimógenas. No obstante, y en medio de las manifestaciones, aquella multitud comenzó a caminar hacia el Garage Internacional Matucana 19 donde finalmente el actor norteamericano concretó su consigna política. En ese momento, el superhéroe fue otro: Jordi Lloret (61), dueño del mítico y fallecido Garage, quien hoy afirma que ese episodio único fue uno de los que marcó la historia del principal espacio contracultural que se mantuvo vigente en los años ochenta.
El Garage Matucana fue un espacio autogestionado de resistencia cultural entre los años 1985 y 1991, fundado por Jordi, quien venía llegando de Barcelona, y su hermana Rosa. «No hubo una planificación, fue un inicio orgánico que comenzó con una página en blanco. Casi como un poema y así fue apareciendo gente. Hombres, mujeres, amistades, amores, y trabajo serio», dice el poeta, sentado en uno de los rincones del café del Centro Arte Alameda; lugar dirigido por Roser Fort, una «matucanera» como le gusta señalar a Jordi a quienes pasaron por el Garage.
De hecho, por el escenario ubicado en la calle Matucana 19 pasó una naciente escena de artistas vanguardistas y de jóvenes inquietos que deseaban un lugar para oponerse a la gris existencia de la dictadura y que vieron en el Garage un lienzo en blanco para trabajar desde la música, el teatro, la poesía y la política. Bandas como Electrodomésticos, UPA, Fiskales Ad-Hok, Los Jorobados o Las Cleopatras tuvieron sus orígenes en ese escenario, el cual años antes había sido un galpón de tuercas. Así como lo es hoy.
Jordi Lloret,
de tez oscura, pinta de alacalufe, como dice él, con melena blanca en
cana, su bolso a un costado y un par de libros sobre la mesa, recuerda
entre sonrisas leves parte de la historia del Garage. De la misma forma
que lo ha hecho los últimos cuatro años mientras ha investigado, junto a
Alfonso Godoy y Rodrigo Araya, diferentes momentos que dieron vida a
este lugar para la edición del libro «Matucana 19: El Garage de la
Resistencia Cultural». Proyecto que se encuentra en su venta en verde y
que se publicará a finales de este 2018. El libro desea mantener
presente parte del patrimonio cultural a través de afiches, fotografías,
comics, fragmentos de la antigua Revistas Matucana y textos sobre la
historia del lugar que marcó a una generación. «El proceso de trabajo
durante estos cuatro años ha sido ver crecer a un árbol. Seré porque soy
medio huaso que asocio cultura a cultivo».
¿Qué ideas traías de España antes de comenzar el Garage?
Es
como cuando te echan de la clase y te vas al patio; ahí piensas que
sólo te queda volver a tu casa. Nunca he sido nacionalista, pero luego
de estar en Barcelona sabía que debía volver y en ese momento se dio esa
oportunidad junto a mi hermana Rosa. Así que arrendamos el garage que
era una especie de galpón a medio morir saltando. Se vendían pernos,
tornillos y reflejaba la pobreza extrema en el cual se encontraba el
barrio. De pronto pensé que había una memoria familiar y de barrio. Y
efectivamente fue así cuando logré recuperarlo.
En este ejercicio de revivir la historia, ¿cómo comenzó el Garage Internacional?
Retomamos
el lugar al pintarlo, colocar mesas de pin-pón, una casetera y comenzar
a enchufar cosas. Como cuando se traían discos de La Polla Records o de
Charly o «mira acá hay un disco de The Clash», lo que configuraba el
mestizaje cultural; y todo gracias a una casetera. De pronto eso se
transformó. Entonces me decían, flaquito hagamos una fiesta o llegaban
bandas que preguntaban si podían ensayar. Yo decía obvio, pero debes
arreglar esa pieza del fondo que parece prostíbulo. O alguien que decía
«está buena esa pared, podríamos pintar un mural», que de alguna manera
era más tranquilo que pintar en la calle en esa época.
Porque afuera podías desaparecer.
En
el galpón recargabas energías y luego salías como bandadas de ñandú que
se hubieran autoafirmado entre ellas. Y salías un poco dispuesto a todo
para regresar a tu casa, aunque mucha gente no pudo volver nunca a
casa.
¿Cómo era hacer gestión cultural en años del apagón cultural?
Yo
no creo en el apagón cultural. Lo que sí existía era una represión y
una nula gestión cultural por parte de la dictadura. Lo que hicimos
nosotros fue hacer frente a lo clandestino. Imagínate a mí, con cara de
alacalufe, yendo a la municipalidad a sacar mi patente de juegos
recreativos y exposiciones artísticas que nos salvó a veces de las
redadas cuando cuajó esta cuestión. Nosotros éramos guerreros pacifistas
frente a lo milico y al ultramilitante.
Guerreros que también formaron un sonido.
Había
una cosa simultánea en otros lugares. Una cosa de jóvenes, de búsqueda
interdisciplinaria que nos hacía disfrutar eso. Gran parte del
movimiento punk era de acá, de los matucaneros. Como los Dadá que los
lideraba TV Star, un gallo de por ahí, de esa zona, la zona dura.
Estamos hablando de la mezcla de personas a quienes les gustaba Soda o
Sumo y quienes preferían más el punk. Se creó un modo musical que hasta
el día de hoy perdura. Decir sí, yo soy matucanero. Por eso los Upa, los
Electrodomésticos aún están en la memoria. De hecho, fue emocionante
ver a los Electro cuando se presentaron en el Teatro Municipal. Fue un
un viaje de la periferia al centro. Lo mismo cuando gente de la
Contingencia Psicodélica hicieron su exposición en el Bellas Artes.
Vale decir, viaje periferia al centro, de nuevo.
¿Cómo era el ambiente que se disfrutaba adentro?
Lo
mejor que podíamos hacer cuando uno convoca una fiesta es bailar.
Habían noches increíbles de sudor, lágrimas y amores. A veces
colocábamos un disco de Sumo, que llegaba por primera vez a nuestras
manos, y no podíamos creer el rock que escuchábamos. Por otro lado, a
pesar de que fuésemos tribus tan distintas nunca hubo cuchilladas o
balazos. Hubo combos, patadas y sus cerradas de puerta, o la policía
entrando.
¿Y hubo una porción de experimentación con drogas?
Dentro
del Garage habían muchas ganas. Tomábamos copete, fumábamos hierba.
Pero nosotros también hacíamos comida porque vivíamos ahí, no era
solamente carrete. Quizás ahí sucedió el inicio de la larga lucha para
recuperar la marihuana como hierba medicinal y creativa. Además, había
una algarabía que no partía con las drogas sino que comenzaba con lo que
se pintaba, el teatro y la música. Y por el otro lado, intentando tener
una vida en este nuevo mundo, donde hay varios exilios.
¿A qué te refieres con eso?
Chile
tiene un exilio interior propio porque no reconocemos nuestra historia.
Vale decir que acá en el Mapocho, antes de que llegara Pedro de
Valdivia, gracias a los cojones de Inés de Suárez, existían los mapuches
y los incas. Habían 90 años del primer mestizaje. Hasta el día de hoy,
los chilenos no reconocemos ese mestizaje. Somos adolescentes de 200
años.
Después de estos años de investigación, ¿cómo dirías que te sientes?
El
proceso orgánico del libro ha sido muy bonito. Me di cuenta que
plantamos una semilla muy bonita de un gomero potente. Como el que está
en Valparaíso al lado del Arco Inglés o el que está al lado del Teatro
Colón en Buenos Aires. En esa reflexión es más bonito el gomero que el
teatro Colón o el gomero más que el Arco Inglés. El de nosotros es un
gomero matucanero. El paso de mi primer libro sobre el Garage Matucana a
esta nueva edición que lanzaremos este año ha sido muy hermoso. Es
menos íntimo, pero más brutal. Así que me siento feliz.
¿Cuándo parte la idea de recopilar material para editar un libro?
Hace
cuatro años cuando tuve una conversación con Alfonso Godoy, con quién
hacía la Revista Matucana, y ahí empecé las conversaciones con Rodrigo
Araya, un cineasta más joven. Fue un proceso lento entre juntar las
revistas, luego en pillar fotografías y así.
Y puedes describirme lo que vamos a encontrar en el libro «Matucana 19: El Garage de la Resistencia»
Nos
vamos a encontrar con fragmentos de la Revista Matucana, con comics de
toda la manada de dibujantes. Luego con cosas que sucedieron en el
galpón a partir de la pintura, entre grupos más jóvenes y otros más
viejos. También cosas donde se produjo parte de la evolución de la
música mapochina, que ya venía con la Caja Negra y Trolley, pero que en
el Garage se produjo a una proporción distinta. Se cambió la idea de
espectadores y escenario por partes diferentes. Ahora el escenario podía
estar en cualquier lado, sin barreras y más cerca de la calle.
Imagino que durante cuatro años de investigación te has cargado de recuerdos, ¿cuál es el que más te llena de emoción?
El
otro día un actor me dijo «acompañé a Christopher Reeves cuando nos
cerraron el Estadio Nataniel». Y recordé que yo lo acompañé a Matucana,
lo que fue impresionante. Podría haber pasado cualquier cosa, pero no
pasó. Una gota de hermosa contradicción. Los pacos afuera sin poder
hacer mucho, pensando «cuándo caemos». Nosotros adentro entre aterrados y
envalentonados. Me di cuenta que habíamos logrado una fisura de luz.
Otro momento fue cuando llegaron gente de la televisión española a
husmear y consideraron que ese lugar era el espacio de las artes y de la
contracultura más interesante en Latinoamérica en ese momento. Me
acuerdo que los Electro prepararon un show en un escenario blanco y los
coños, y los sapos, no podían creérselo. Y finalmente, aunque debe ser
el primero, fue la fiesta de las 3000 mujeres. Fueron tres días de
autoafirmación, organizado por mujeres y que fue muy hermoso.
¿Puedes hacer un análisis rápido de la gestión cultural actual en Chile?
Ahora,
no sé, siento que hace falta comunicación entre los lugares que dicen
trabajar en cultura. En Matucana, por ejemplo, entre el liceo, la
biblioteca, el Museo de la Memoria, el Matucana 100 o el MAC. Hay algo
que existe hoy que es la infraestructura cultural, que es un avance de
estos últimos 30 años. Pero al interior no sólo tienen que haber
técnicos en gestión. En Matucana 19 había harto aprendiz. Creo que hay
que pasarle los espacios a las asociaciones de vecinos, a los cabros, a
la gente más joven. Hay quienes se quejan que no hay lugares para
ensayar música y teatro y eso no puede ser. La cultura sin
experimentación y fracaso no es cultura.
Para finalizar, ¿qué te sucede hoy cuando caminas por la calle Matucana?
Una alegría enorme de que esa avenida sea uno de los ejes culturales de Santiago y que estoy construyendo con eso (apunta al libro Matucana 19) una especie de renacimiento. Las cosas que suceden en la vida son irrepetibles y lo que sucedió ahí sólo me produce alegría.