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Caraz, territorio de las montañas

Hay que preparar las piernas para subir y bajar, y volver a subir sin pausa, al visitar los pueblos andinos que habitan el Callejón de Huaylas, distantes a sólo 400 kilómetros al noreste de Lima. Hay que preparar las sonrisas y los ojos, porque los paisajes que nacen en el muy cercano Parque Nacional Huascarán obligan a usarlos siempre. Un mercado, una plaza y la profunda tranquilidad, acompañan el paso. Todo eso en Caraz la dulce.

El bus que sale de Lima es una sorpresa. Primero por todo el alboroto que se hace en el terminal para abordar el vehículo: medidas de seguridad de aeropuerto con la entrega del equipaje, posterior paso por un detector de metales y para después ascender las escalinatas de un bus de dos pisos que por la mitad del precio que vale en un pasaje en Chile, entrega todo al doble: asientos estilo cama, una Tablet con películas, comida servida por un asistente y aire acondicionado.

La noche se pasa rápida, y no se alcanza a desesperezar bien del sueño cuando las luces del amanecer ponen al descubierto una geografía montañosa, los pueblos se vuelven un multicolor ejercicio de ferias, hombres caminando con hatos de madera en sus espaldas y mujeres vestidas con faldas y mantos color arcoíris. Todos ellos dan la bienvenida a Huaraz, la capital provincial, milenariamente habitada y refundada bajo dominio español en 1574. La mayoría de la gente del bus, se baja y se une a los casi 120 mil pobladores que tiene esta ciudad instalada entre cerros.

Cinco minutos después el bus sigue su marcha, esta vez de forma más lenta. Un camino pavimentado de dos vías, surcado por una infinidad de mototaxis estilo tuc-tuc, mini buses, caballos, bicicletas y pobladores, hacen largas las dos horas o 70 kilómetros, que faltan para arribar a Caraz, la puerta norte a los atractivos de la Cordillera Blanca.

Por la ventana izquierda el río Santa corre caudaloso entre faldones verdes y pequeñas casas que flanquean sus riberas. Por el otro lado se ve poco y nada, el espectáculo que deberían dar las montañas nevadas se ve truncado por nubes -igualmente gloriosas- que hacen de paredón. A las 11 AM el bus finalmente arriba a Caraz. Poca acción. Casi ninguna persona. Un taxista curioso recibe a los recién llegados. No hay ni trazas de acoso turístico. No hay vehículos en la calle.

Un descubrimiento

Las casas de un piso, las tejas de arcilla y personas con los rostros morenos y curtidos por el sol que calienta los 2300 metros de altitud de este pueblo de 15 mil personas, son las primeras postales que se tienen en la caminata por sus tranquilas calles, sólo salpicada por ocasionales bocinazos de los tuc-tuc. Enchulados y con precios por carrera de alrededor de 200 pesos chilenos, se transforman en la mejor forma de moverse en el poblado.

Con un clima mucho más templado que Huaraz, esta villa creada en 1821, se ha convertido en los últimos años en la soleada alternativa para tener un campo base en el recorrido del inmenso Parque Nacional Huascarán. Nominado en honor a su cima más alta de 6757 metros, tiene más de cuatro décadas como reserva natural y un par de años menos como Reserva de la Biosfera. Con más de 340 mil hectáreas protegidas, su inmensa territorialidad contiene a dieciséis cumbres de la cordillera Blanca por sobre los seis mil metros de altitud, 660 glaciares, casi medio millar de lagunas andinas, cuarenta ríos y una decena de muy interesantes centros arqueológicos pre colombinos.

El callejón de Huaylas, la ruta que une a Huaraz y Caraz, es la columna vertebral y cuyas vértebras -Carhuac, Mancos o Yungay- son accesos a estos numerosos tesoros naturales.

El corazón de Caraz, es su plaza de armas en que toda esa sencillez pueblerina se torna una realidad. Gente sonriente sentada en coquetos escaños, la catedral de piedra de «San Idelfonso» y una serie de pastelerías-gelaterías que por bajísimos precios dan a conocer el manjar blanco o dulce de leche local en variadas preparaciones, son el paisaje. A Caraz la apellidan de «Dulzura», por su fama repostera. Cosa también comprobable dentro del cercano mercado local.

Frutas, verduras, chanchos muertos que una mujer limpia con mano sabia, un fabricante de enormes sombreros con coloridos encintados, puestos de flores, la imagen de alguna venerada Virgen al medio de todo y algunos kioscos que ofrecen deliciosos jugos de papaya y plátano ($500), conforman gran parte de las callejuelas del mercado que, merece al menos medio día de visita. No hay turistas acá, milagrosamente. Casi todo su público desciende desde los villorrios de la cordillera Blanca o Negra, para ofrecer o comprar productos recién cosechados. ¿Blanca y Negra? Sí, Caraz, en particular y el Callejón del Huayalas, en general, están flanqueados por dos cadenas montañosas, siendo la Negra más baja y con crestas escasamente nevadas.

Aunque la ciudad, bien conservada y tranquila, tiene todo para ser el nuevo «hit» turístico, los viajeros no han aumentado radicalmente. Aun así, hay una buena serie de opciones para dormir. Desde el muy recomendable Pukayaku Lodge, con cabañas frente al río Llullán, por menos de veinte lucas por noche, a opciones mochileras y con cuartos compartidos, desde cuatro mil pesos por persona. Para comer la oferta es democrática, pero es muy difícil encontrar algo para comer entre 4 y 6 PM.

Laguna en el cielo

En Caraz hay que caminar poco para salir del casco urbano y dejarse llevar por delgados callejones que terminan en la ladera de los cerros. Cualquier monte sirve para descubrir las bellas panorámicas que rodean esta zona. El viento y las nubes complementan la magnificencia del relieve caracino, cuya superficie está cubierta de cactus, árboles achaparrados, flores y pueblos sin nombre que se ven tan lejos como elevados dentro de la cordillera.

A bordo de taxis arrendados, o en tures organizados en las agencias que captan clientes cerca de la plaza de armas, se puede llegar a conocer a la joyita de Caraz: la laguna Parón. Para llegar a este lugar hay que realizar un ascenso constante de más de una veintena de kilómetros, por una ruta digna del París-Dakar. Máximo, un experimentado chofer-guía, nos lleva en un subaru sedán con más de 20 años de vida y cero fallos. Un auto tal vez bajo para una ruta con tanto hoyo y piedra, pero la muñeca de Máximo, no deja espacio a las dudas.

Los veintitantos kilómetros son realmente dos horas de escénico camino. Se pasa pequeñas villas en que cuelgan al maíz en los techos para que se seque. Se llega a un sector con murallas que parecieran de granito donde descansa una sencilla garita con dos hombres completamente abrigados. Ellos dan la bienvenida y cobran una módica entrada que va en beneficio de la comunidad local.

Después de ellos vienen los últimos 30 minutos, que serán curvas y contracurvas, con panorámicas de ríos, cascadas y bosques. Paulatinamente se va despejando la visión hasta llegar a una laguna color esmeralda que confronta a un anfiteatro de montañas nevadas. Es el cielo.

A más de cuatro mil metros de altura, la afirmación parece acertada. Una casa-refugio, en la que se puede pernoctar, sumada a un sencillo restaurante al aire libre con choclo cocido, trucha frita, queso asado o el salvador té de coca, es lo que hay. El resto es un espectáculo que se dimensiona mejor al recordarlo. Los nevados de Caraz, Artesonraju, Pirámide de Garcilazo, Chacraraju y Hunadoy, se encuentran esculpidos en hielos y nieves, que cuando el sol las ilumina, transparentan sus antiguas almas.

Se puede llegar a la orilla de un angosto lago, en el que se puede arrendar un bote o kayak para entrar en sus aguas. Hay un trekking entre morrena, entre grandes rocas y un viento gélido, que asciende unos 200 metros más. Parece poco, pero en ciertos puntos falta el aire, por lo que conviene hacerlo a un ritmo propio. La recompensa al esfuerzo la otorga el mirador -hay un cartel que lo anuncia-, en la que la palabra majestuoso le hace justicia al espectáculo.

Baby Momia

Hay otros viajes que se hacen desde acá, pero a pueblos cercanos que son los preámbulos de semejantes espectáculos naturales como la Laguna 69, laguna Llanganuco o el trekking Santa Cruz, de cuatro días de duración y que permite ver la mítica montaña Alpamayo.

Caraz tiene un acervo arqueológico propio. El complejo arqueológico de Tumshukaico, en la parte noreste del pueblo, es una sorpresa. Como si estuviese en construcción, una estructura de grandes piedras cortadas, se encuentra en medio de una población. Hay gente que vive o tiene una ventana que da a las ruinas.

Las murallas son circulares y parecieran un viejo torreón de defensa. Hay una excelente visión del valle del río Llullán. Toda esta zona fue territorio de pueblos pre hispánicos, las historias y leyendas hablan de antiguos dioses y de figuras antropomorfas que, mediante sustancias y plantas mágicas, se transformaban en animales sagrados. Todo eso se puede aprender en el sencillo museo municipal de Caraz, ubicado en un segundo piso de un colonial edificio a media cuadra de la plaza de armas.

En su interior, entre fósiles, herramientas preincaicas, historia del Callejón de Huaylas, se encuentra una de las más extrañas piezas museográficas que se pueden ver: la momia más pequeña del mundo. Con 18,5 centímetros de largo, un feto de seis a siete meses, que aún sin nacer, mereció ser momificado y que, según los hallazgos en el mundo, sería la más pequeña encontrada. Su descubridor, Hernán Osorio, le puso Ichiknuna, que significa en quechua «hombre pequeño».

Mientras cae la noche esa sensación de que en Caraz se pueden ver cosas tan particulares se agranda. La noche trae notables pizzas acompañadas con cervezas hechas en la región. No hay mucho más: ni bares, ni discotecas. Sólo las luces de los tuc-tuc completamente enchulados alegran la noche. Comienza la lluvia y aparece el camión de basura. Por sus parlantes suena una canción súper pegajosa, música andina en estilo Wendy Sulca: «Vamos a sacar la basura, vecino, vecina. Vamos a limpiar la basura de nuestro barrio». Dan ganas de bailar.