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Bienvenido a Montañita, prohibido jaladores

Montañita es un balneario ubicado en la costa suroeste de Ecuador. Playa rodeada de montañas verdes y ríos, lugar de surfistas, juventud de todos los países lo buscan como destino turístico, carrete de lunes a lunes y obviamente las infaltables drogas, tanto legales como ilegales. Ese era el destino que hace tiempo tenía en mente y hasta hoy nunca había realizado.

Por eso, cuando se acercaban mis vacaciones no lo pensé más y compré los pasajes.

Cuando llegué a Guayaquil, la segunda ciudad más poblada de Ecuador, ya era de noche y aunque el terminal terrestre funciona las 24 horas, los buses a Montañita empezaban a salir a las 5 am.

Cansado por el viaje, me quedé dormido en los asientos del terminal. Pasaron unas horas y un guardia me despierta, me dice que no se puede dormir en ese lugar, no hay muchas personas, pero todas están durmiendo, el guardia va una por una despertando.

Ya son las 4:20 am, qué ganas de un pipazo, pero ando totalmente legal, imagino lo que se me viene, estoy feliz, además solo faltan 40 minutos para que salga el primer bus.

LLego a Montañita pasada las 8 am, lo primero que veo son unos carteles y leo: Bienvenidos a Montañita, prohibidos jaladores, respete al turista (los jaladores son esas personas que te insisten en ir con ellos en sus taxis o a sus hostales, si no sabes decir que no, terminarás llevados por ellos y lo más probable es que te cobren más que la tarifa normal). Me causa risa y recuerdo a mis amigos más duraznos, tomo una foto que luego se las mando al whatsapp.

Me pongo a caminar sin rumbo, todo se ve muy tranquilo, es martes, doy un par de vueltas, antes de decidirme en donde alojarme, voy a la playa, dejo mi mochila a un lado, y me tiro en la arena, me quedo pegado mirando el mar, me pone contento estar en ese lugar. En un momento siento que alguien viene caminando hacia mí, pero no le doy importancia, sigo mirando al mar, la persona se para delante de mí, y es ahí cuando giro mi cabeza para mirarlo: era un amigo, un muy buen amigo, nos miramos y sonreímos, me paro y lo abrazo, me dice que viene de Lost Beach, una de las discos más populares del lugar, donde puedes escuchar música electrónica, bailar hasta más no poder, un lugar donde se reúnen todos los extranjeros. Me cuenta que está pintada por dentro y fuera con un diseño muy especial, muchos dibujos con pintura flúor que al verlos de noche parecen que toman vida. Tiene dos pistas de baile, un patio con sillones, en donde te puedes recostar y viajar dentro de tu cabeza, y obviamente una barra con muchos tipos de tragos.

Mi amigo me ofrece marihuana, pero no tenemos papel, hago el intento de buscar pero no tenía ningún implemento para fumar, había salido tan apurado de mi casa antes de emprender el viaje, que se me había quedado mi kit de volao.

Ese día previo a mi viaje me había embriagado con unos colegas de la pega. Era mi último día de trabajo y empezaban mis vacaciones. Tenía vuelo a las 5:50 am. Mi hermano quedó de llevarme al aeropuerto, llegó casi a las 1 am, yo aún estaba curao, le digo que dormiría unos minutos más. El tiempo pasó volando y despierto asustado, eran pasada las 4 am, seguía mareado, mi hermano estaba dormido en el sillón y yo aún ni siquiera hacía mi mochila. Todo fue muy rápido, nos subimos al auto y en unos minutos ya estábamos cerca del aeropuerto enrolando un caño, el de la despedida.

A falta de papel mi amigo me ofrece una pastilla de éxtasis, me la tomo, y sigo intentando conseguir papel, veo un coco e intento hacer una pipa con él.

En esto llegan más amigos que llevaban viajando hace un tiempo y ya llevaban más de una semana en Montañita. Fue un encuentro inesperado y por lo mismo muy alegre y eufórico, me presentan al resto con quiénes eran compañeros de camping. Los cabros se sacan papel y empezamos a enrollar. Otro amigo queriendo aportar al encuentro me ofrece «tusi».

La pasti me empieza a pegar y le pido la bici a una chica del grupo y me pongo a pedalear por la orilla de la playa. Siento una sensación placentera: la brisa del mar, la frescura, mi piel se eriza, dejo la bici a un lado y me voy a tirar un chapuzón, un agua muy tibia, algo totalmente opuesto a las playas que estaba acostumbrado a ir en Chile.

Me salgo del mar y vuelvo donde el grupito, los chicos ya habían ido a comprar cerveza, llevaba unas pocas horas y ya estaba bajo el efecto de varias drogas, claro que tengo mis límites y conozco mi cuerpo, me tomaba todo en pequeñas dosis para no lamentar posibles malos viajes.

Decidimos movernos, ya que el sol estaba pegando fuerte, nos dirigimos a una de las calles típicas de Montañita, la calle de las iguanas, que queda al lado del río que desemboca en la playa. Ahí puedes ir a observar a estos hermosos seres que se la pasan tomando sol, algunos son más amistosos que otros y te puedes acercar sin que a ellos les moleste, aunque escuché que a más de algún turista despistado le llegó un coletazo.

Nosotros nos acomodamos bajo la sombra de un árbol. Puedes beber cerveza sin problemas en la calle, pero al momento de prender un joint, la cosa cambia, en eso estábamos cuando se nos acerca una persona muy disgustada porque estábamos enrolando ahí, ni siquiera lo habíamos prendido, para evitar problemas nos movimos del lugar, solo nos movimos unos metros, y lo prendimos.

Pasaron las horas y yo tenía que buscar donde quedarme, había olvidado la carpa y el saco, así que busqué un hostal piola, que estuviera bien en el centro. Siempre he sido desorientado, y no quería perderme en una noche de juerga. Todos los hostales tenían nombres llamativos, pero en el que yo me quedé no se llamaba, solo era la casa roja, con un letrero que decía «sí hay habitaciones». El dueño un señor muy simpático, nativo de Montañita, por ende, un surfista desde niño. él me contó que el surf era su pasión, claro, teniendo una tremenda playa al lado, cómo no aprovecharla, en sus años mozos tenía un taller de tablas de surf como los que hoy abundan al dar un par de vueltas por la zona.

Cada noche un nuevo carrete

Los días pasaban y siempre había un destino distinto donde pasarla bien. Recuerdo una noche en que había bebido mucho, estaba en un hostal que cobraba US$ 5 la entrada y tenías derecho a barra libre. Ahí, según lo que recuerdo, me caí intentado subirme a la cuerda del slackline, pero con tanto alcohol en el cuerpo ya ni dolor sentía. Quizás era por la marihuana, fumaba cuando me daban ganas y ganas tenía casi todo el día, no digo todo el día, porque habían horas, muy pocas horas, en las que dormía.

Montañita no dejaba de sorprenderme, bueno mi intención era la de buscar playa y carrete y estaba en el lugar indicado. Había conocido un interesante grupo conformado por gente de Colombia, Ecuador, Argentina, Chile, Perú, todos compartíamos el gusto por la fiesta y los excesos, no teníamos horarios, si queríamos tomar, tomábamos, si queríamos fumar, fumábamos. Eso nos causó un par de problemas con la policía, más de una vez nos fueron a «paquear», pero nunca pasó nada grave.

Un día decidí salir de Montañita a otra ciudad, creo que me estaba descontrolando, necesitaba algo más tranquilo, iba cargado con weed y otras sustancias. Antes de tomar el bus me fumé un tremendo caño, me esperaba un viaje de unas horas. Una vez en mi asiento, me quedo dormido. De repente me despierta un policía, me dice que me tengo que bajar para que me registren, seguía un poco dormido, me bajé sin pensar en nada, el tipo me dice manos a la pared y se pone a registrarme, en eso recuerdo que andaba con «todo» en mi banano. Sin encontrar nada en mis bolsillos empieza a registrar mi banano, que tenía muchos bolsillos, empecé a sudar, pero era de noche, no se notaba, faltaban pocos bolsillos para que encontrara mi bolsita de weed, tenía unos 10 g, y que eran parte de una mano que un parcero me había hecho de 28 gramos pesados y al módico precio de US$ 10.

Justo antes de que llegara al bolsillo de la ganja encuentra una papelina, ni yo me acordaba de que tenía eso, ¡mierda! me dije, ¿perico?, pensé que se me había acabado, me puse muy nervioso, el poli toma el papel, y pone una cara de satisfacción, así como: yo sabía que algo iba a encontrar, me pregunta ¿qué es? No sabía que decir, me estaba tragando la lengua y no me salían las palabras, empieza a abrir el papel y dentro había un cogollito, menos de 0,5, ¡uf! eso me calmó mucho, y le dije solo es un poco de marihuana que me regalaron en la playa. Se olvida de revisar mis demás bolsillos y llama a su superior, el cual le dice: ¿qué vas a hacer con eso? ¡Deja que se vaya!, el poli me mira y me dice: ¡ya!, súbete al bus. Me subo al bus con una felicidad tremenda, tenía mis 10 g intactos y además tenía M en cristales que se camuflaron excelente. Sí, todavía podía seguir disfrutando de las drogas.

Luego de mi breve descanso decido volver a Montañita. Aún me quedaba un rato por esperar el bus, tenía ganas de tomar un trago, pensaba en la calle de los cócteles, en Montañita donde había tomado los mejores mojitos del lugar, el clásico, de maracuyá, de mango. Esa calle estaba compuesta por más de 20 puestos, y varios restaurantes. Tenían oferta de 2 x 5 dólares y de ahí para arriba. Aunque la mayoría de las veces iba con envase a comprar cerveza a la boti, o comprabamos «Pedrito Coco», un destilado de unos 26% de alcohol.

Pero de vez en cuando era necesario ir por unos cócteles, también había un lugar que vendían 5 cócteles por US$10 o 2 horas sin límite de tragos por el mismo precio.

Otra vez de vuelta en Montañita, hoy es noche de carrete en Lost Beach, no me podía ir de Montañita sin carretear en este lugar, luego de averiguar acerca de éxtasis en pastillas, me dan el dato de que las Philip Pein son las mejores que podría encontrar, 20 dólares, luego de regatear al dealer, que ya era mi amigo a esa altura, la consigo a cambio de 12 dólares y un caño armado. El carrete empieza a encenderse y decido entrar, al buen ritmo de la electrónica, mi cuerpo se empieza a mover, paso horas y horas bailando, se pone a llover, y las gotas en mi cuerpo las siento como tiernas caricias. La lluvia cesa y decido salir rumbo a la playa, me quedo mirando el infinito océano, amándolo y admirándolo, me queda un Albert Hoffman, es la ocasión indicada para probarlo.

Pero esa es otra historia.