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Acurrucado en los brazos de la Ayahuasca

Por @dalenando / Ilustración por Wladimir González.
Publicación aparecida en la edición 67 de Revista Cáñamo

Por primera vez en mi vida iba a probar la Ayahuasca, la planta madre, el espíritu sagrado del amazonas, una de las plantas visionarias por excelencia. En el lugar todos parecían ser amigos, lo que es yo, nunca los había visto. No conocía a nadie, estaba solo, lanzado a mi suerte ad portas de ingerir una de las sustancias psicoactivas más potentes que existen y el único posible cable a tierra era yo mismo, sin duda que se trataba de un bonito desafío, más aún por el hecho de no saber qué secretos se guardaban en mi glándula pineal. Se apagaron las luces y la ceremonia comenzó con una invitación a cerrar los ojos, meditar, concentrarse, conectarse con la madre tierra, casi como que a pedirle permiso para ingerir a la “abuela Ayahuasca”, como insistía en llamarla el chamán que nos guiaba. Luego de un rato nos fue llamando de a uno para comenzar la ingesta. Lo que más me llamó la atención fue la textura, como una melaza densa, pastosa y muy amarga, ahumada por el tabaco con que la purificaban y muy difícil de tragar. Dos veces me tocó beberla y luego a una larga espera hasta que los efectos comenzaran a manifestarse. No vomité, pero mi estómago trabajó arduamente toda esa noche. Luego de un rato aparecieron los efectos, mi mente empezó a divagar, cerraba los ojos y el mundo se movía a mí alrededor. Todo estaba oscuro, no había objetos con los cuales interactuar. Era necesario conectarme conmigo mismo, pero mi racionalidad me mantenía con los pies sobre la tierra, algo en mí no quería dejarme despegar ¿miedo? Hasta ahora no lo sé. No vi fractales, no tuve grandes visiones, ni mucho menos se develó ante mi la razón de nuestra existencia en el planeta, pero sí sucedió que mi mente se fue a blanco, no había preocupaciones, no había responsabilidades. Lo único que importaba era ese momento, la música que sonaba de fondo, las risas de mis compañeros de viaje, la flor que cantaba como un pajarito al oído de todos y cada uno de nosotros. Luego de un rato en que aproveché de pasearme, de gritar dentro de mi mente vacía para sentir el eco de mi voz llevándome a un estado de paz desconocido para mí. Con el cuerpo cansado por el trajín de la semana, caí sumido en un sueño profundo no sin antes recogerme en posición fetal y dejarme abrazar por el calor de la Ayahuasca, que me tenía como un niño de cinco años que se acurruca en los brazos de su madre, seguro, confiado, nada podía hacerme daño en ese momento. Me perdí el final de la ceremonia. Según me contaron, mis ronquidos contrastaron con la música de los didgeridoo y los cuencos de cuarzo que se pusieron a tocar durante la madrugada, pero nada de eso importó, porque al despertar me sentía despejado, aliviado, descansado, aunque volvía a llenarme de miles de pensamientos, en mi mente se dibujó una ventana al vacío y desde ese entonces, me preocupo de dejarla abierta todos los días antes de dormir.